Schopenhauer en Chiconcuac

Estas vacaciones, para descansar de leer siempre lo mismo, me dio por dedicarme un poco a Schopenhauer. Hacía más de diez años que leí y resumí “El mundo como voluntad y representación” y nunca había vuelto a interesarme mayormente por releerlo. Esta vez me aboqué a los “Parerga y Paralipómena”.

Y ahí estaba yo, leyendo tan campante… comenzó a gustarme, a picarme, leía ya con avidez y al mismo tiempo pensaba: “¡Qué forma de escribir de este hombre! ¡Qué maravilla!” Y también al mismo tiempo sentía: “Debería terminar de calificar en lugar de estar leyendo, pero no más un poquito más y ya…” Por su parte mi taciturno compañero tuvo que zamparse párrafos enteros, pues en mi entusiasmo, abusando de nuestro reencuentro en Chiconcuac, le pedía que escuchara lo que este genio había escrito... Y así no más de repente, así como si nada, leo:

“Pues en el mundo no se tiene mucho más que la elección entre soledad y vulgaridad. Los hombres más sociables de todos suelen ser los negros, que son también los de menor categoría intelectual: según informes procedentes de Norteamérica aparecidos en periódicos franceses (Le commerse, 19 de octubre de 1837), los negros, tanto libres como esclavos, se recluyen juntos en un gran número dentro del lugar más angosto, porque no pueden ver repetida con suficiente frecuencia su negra cara de nariz chata.”

De entrada no pude decir nada: fue como una bofetada. Al igual que Kant, Schopenhauer expresa su desprecio por la raza negra así no más: de pasada. Como quien oye llover, como quien no dice nada.

A falta de algo que decir, comencé a maldecir. Maldije a los filósofos que encubiertos en su inteligencia esgrimen armas para el racismo. Pensé con dolor en Tony Morrison y en el fantástico mundo de colores en que me sumergen sus obras, en mi amor por la raza negra cuya cultura siempre me ha parecido maravillosa, de una riqueza interminable. Maldiciendo rayé la hoja y después de un par de adjetivos altisonantes, escribí: NO LEO MÁS.

Cerré el libro y me di a la tarea de organizar mi espacio físico para con base en él organizar mi mundo interior. Eso hago siempre: comienzo por ordenar mis condiciones materiales reales y de ahí surge lo demás. Pero esta vez al concluir mi faena, Schopenhauer seguía molestándome. Escribo para trabajar esa molestia.

¿Qué decir? Al comentarlo con un grupo de universitarios, rápidamente uno me dijo que “hay que comprender la situación histórica de cada pensador, porque bla bla bla…” ¡Situación histórica madres! le dije. En su tiempo y antes de él, ha habido defensores de la libertad y de la igualdad ontológica de los seres humanos. Y aclaro: ontológica, porque lamentablemente de facto los seres humanos vivimos en situación de desigualdad permanente. Pero ontológicamente somos lo mismo.

Siempre ha habido defensores de la igualdad ontológica y defensores del racismo: siempre. Ya basta de justificar a Schopenhauer, a Platón o a Heidegger: hacer justicia es decir lo que está ahí escrito. Tanto Kant como Schopenhauer menosprecian la raza negra en particular; tanto Aristóteles como Platón justificaron la esclavitud, tanto Heidegger como el 90% de Alemania fue nazi. Digámoslo: eso así fue.

Y mucho, mucho antes que todos ellos, hubo filósofos que se negaron a aceptar la superioridad de un ser humano sobre otro por motivos raciales, filósofos que se negaron a justificar la esclavitud a pesar de vivir en sociedades esclavistas.

Estoy harta de ver justificar lo injustificable. El eurocentrismo de muchos filósofos apesta a podrido. Y la única forma de verlo, es notar cómo en todos los tiempos, al menos desde el siglo VI a.c., con Buda y Sócrates a la cabeza, han existido pensadores que no tomaron esa vía y que a pesar de haber surgido en sociedades esclavistas, defendieron la igualdad.

Hacer de lo ordinario, algo extraordinario.

Recientemente asistí a un maravilloso congreso sobre filosofía comparada, en el East West Center de la Universidad de Hawai’i. Regresaba a México agotada, pero muy contenta: mi conferencia estuvo por lo menos a la altura, y hasta el “mero mero” me dijo “I’m impressed at the quality of your work”. “¡Ja!” Sentí. “¡Ja!”: ¡Me sentí feliz! Regresaba pues satisfecha de la experiencia de haber estado en Hawai’i, de haber conocido la música de Iz, de todo lo aprendido tanto en el ámbito académico como existencial.

En eso pensaba cuando se escuchó la voz del capitán: regresaríamos a Honolulu por problemas técnicos. La gente quedó en un silencio absoluto. Unos segundos después el avión giraba de regreso, y el capitán volvió a hablar: “Es posible que el avión pase por fuertes turbulencias, y que se sientan fuertes vibraciones, no se alarmen”. Eso ya nos alarmó un poco más. Las sobrecargos comenzaron a verse nerviosas. La gente les decía que tenían conexión con otros vuelos, querían saber qué sucedía, y ellas solo decían “I’m sorry, there’s nothing we can do”. Comenzaron también a hacer cosas tontas, iban y venían de un lugar a otro, y nos preguntaban, de manera individual y con una sonrisa exagerada, si queríamos algo, si teníamos hambre, si estábamos bien… Pobres, ¿qué podían hacer?: algo fallaba en el avión y estábamos en medio del Atlántico.

Comenzaron entonces las turbulencias. Las sobrecargos se sentaron con sus respectivos cinturones de seguridad. Evidentemente no eran turbulencias; eran vibraciones bastante raras… el avión estaba fallando. Comencé a respirar hondamente, tratando de no tener miedo, pero sí lo tenía. Y me pregunté: ¿Así será como acabe todo? ¿En un avión en medio del Atlántico? Me calmé pensando que la vida ya me había dado mucho. Si así será el final, pensé, pues así será. Y traté de recordar lo mucho que he vivido… el amor de mis padres, los dos hijos que la vida me dio, en el amor tan grande que he sentido por ellos, sus manitas cuando eran bebés, sus juegos y sus risas, su crecimiento, su ya comenzar a volar por cuenta propia… no está mal, pensé. La vida me ha dado mucho. Lamenté el dolor que podrían sentir ellos, y mis padres, y mi esposo, mis hermanos, mis amigas, mis alumnos… mi padre me había insistido mucho en que me cuidara, nunca lo había sentido tan temeroso y aprensivo… pensé en él… y me dolió pensar el terrible dolor que sentiría si no regresaba.

Durante esa hora y media de regreso a Honolulu me dediqué a estar en paz respirando hondamente. Si esto va a explotar, o a caer, o a lo que sea, pensé, prefiero estar lo más posible en paz. Quizá lo más desagradable fue el aterrizaje: ahí se hizo evidente que uno de los dos motores estaba mal. El avión se ladeaba más y más, se tambaleaba de un lado a otro. Cerré con fuerza los ojos, agradecí la vida, esperé que todo fuera lo mejor posible y me dije: ahí vamos.... No fue el mejor aterrizaje de mi vida, pero el querido capitán lo logró. Fue impresionante cuando nos vio bajar del avión; nos veía como un profesor de Kinder ve a sus pequeños, con amor y con orgullo: estaba muy conmovido. Era como si al ver a cada uno de sus pasajeros, se dijera a sí mismo: te he salvado. Yo sentí un nudo en la garganta, crucé la mirada con él y le di las gracias. Se veía agotado.

La tarde de ese día la pasé en la playa, viendo el mar, el cielo; me dediqué a sentir la arena, tan suave como nunca la había sentido, ¡qué suave es la arena! Me recosté a la orilla del mar, jugué con las olas como hacía muchos años no había jugado, me compré en la playa un vestido sencillo que me pareció hermoso, comí mariscos que sabían a gloria, las palmeras se veían tan verdes, el cielo tan azul, las nubes tan blancas, la gente tan hermosa, todo parecía tener un acento especial, como si fuera nuevo, como si… ¿Como si hubiera vuelto a nacer a un nuevo mundo? ¿Como si me hubiera sido concedida una nueva oportunidad?

Al día siguiente tomé el mismo vuelo, a la misma hora, con el mismo capitán. Así fue como la línea aérea nos recolocó y no había de otra. Tardamos una hora antes de despegar, no se nos dijo más que había que esperar… mi mente se veía arrastrada por un torrente de historias catastróficas, pero me descubría a tiempo y daba la vuelta a la hoja. Despegamos sin problemas, y ya de regreso, una vez que comprobamos que no habría más fallas técnicas, me di cuenta de algo que me pareció muy importante y que me motivó a escribir este pequeño texto.

Creo que vivimos cada día con una sensación lineal del tiempo, que nos hace creer que hoy es la continuación de ayer. Y no es así. Cada día es como haber sobrevivido a una falla técnica en un avión en medio del Atlántico. Cada día nos es concedida una nueva oportunidad. Podríamos morir de cualquier nimiedad, en cualquier momento. Un accidente, una enfermedad, una falla cardíaca, un acto de violencia, qué se yo… pero no: cada día el avión sale adelante y tenemos una nueva oportunidad, nueva: NO ES un día más que prolonga el día anterior. No es un día más que prolonga la vida anterior. Es una nueva oportunidad de hacer algo por una misma, por los demás, por la vida.

Eso es lo que siento ahora: ¿qué quiero hacer con esta vida que me ha sido concedida una vez más, que me es concedida a cada segundo, una vez más? No quiero vivirla con la sensación lineal del tiempo, quiero vivir cada instante ordinario de mi existencia de manera extraordinaria. Hoy no hice más que eso: jugué con mis perros, platiqué con mi hija, corté los papiros viejos de mi jardín, acomodé los nuevos. Pero corté papiro por papiro, con mucho cuidado. Acomodé papiro por papiro, con todo mi empeño. Los regué, les quité las hojas viejas. Me dediqué a hacer ese tipo de cosas ordinarias, con esa sensación de que la vida es algo extraordinario.

Eso es lo que quiero que sea mi vida. Siempre creí que vivir era cuestión de hacer cosas extraordinarias. Tener grandes proyectos, grandes amigos, grandes pensamientos, grandes aventuras, vivir al máximo las grandes experiencias. No, no es verdad. Hoy recordé unos versos de Serrat que dicen:

Supe que lo sencillo no es lo necio,
que no hay que confundo valor y precio,
que un manjar puede ser cualquier bocado
si el horizonte es luz y el rumbo un beso.

Pero creo que el horizonte sólo puede ser luz cuando el amor por la vida no es algo abstracto, sino un verdadero compromiso con ella. Y que el rumbo solo puede ser un beso cuando eres tú quien se ama a sí misma. Mi amiga-hermana Rebeca escribió sobre eso alguna vez y decía: hay que beber de las propias aguas como si fueran sagradas. Vivir tiene que ver más bien con ese sentimiento de la sacralidad de la propia vida, que es lo que puede llevarnos a hacer extraordinario lo ordinario. Para ello creo que hay que entregarse a cada instante con paciencia y con amor, y comprender que somos un avión cuyo vuelo tarde o temprano acabará. Quiero vivir esta vida ordinaria, ya no quiero ni grandes proyectos ni grandes experiencias. Quiero simplemente encontrar lo extraordinario de esta vida que me ha tocado vivir, y agradecerle a la vida, tanta vida. Quiero hacer de esta vida ordinaria, una experiencia extraordinaria: encontrar lo extraordinario de cada ordinario momento de mi vida… espero lograrlo!

De la República de Weimar a Disneylandia

Esto de tener vacaciones es una ma-ra-vi-lla. Porque mientras trabajo, nunca tengo tiempo de hacer esto. Escribir. Tengo que hacer lo que hay que hacer… qué horror, pero ¡fuera esos pensamientos! ¡Son vacaciones!

…de manera que recientemente, leyendo acerca del así llamado “sinonietzschenismo”, me topé con una idea que comprendí de inmediato como un concepto perfectamente claro: la vulgarización de Nietzsche. En el escrito que apaciblemente leía, David A. Kelly analiza la idea de Alan Boom (The Closing of the American Mind), acerca de cómo las ideas de Nietzsche, en manos de sus seguidores norteamericanos, han vulgarizado todo su pensamiento. El terror vulgarizado se convirtió en mero “stress”, y la dimensión trágica se perdió: “El nuevo estilo de vida americano se ha convertido en la versión Disneylandia para toda la familia de la República de Weimar”.

Ja ja ja! ¡La versión Disneylandia de la República de Weimar! Y como son vacaciones me puedo reír un buen rato de esa noble puntada y platicarlo con ustedes así, descalza. Aunque luego me entristezco: en verdad ha habido una vulgarización tremenda del pensamiento de Nietzsche. Ya les contaba del congreso pasado, en el que cientos y cientos asistían… pero no perdamos el hilo. Continuemos.

Resulta que este David Kelly encuentra su versión sinonietzscheana de la idea de Bloom: la apertura mental china implica una americanización. ¡No! ¡Plis! ¡Cuéntenme algo que no sepa! ¿Qué o quiénes han resistido la brutal norteamiracanización mundial? El elogio de la sombra de Tanizaki es un Requiem por la cultura japonesa en manos de la decadencia gringa… you know what I mean? Y aquí pues basta con salir a la calle o con ver lo que comemos y lo que sale en la TV para saber que we are family… you know!!

Bueno, basta de ironía. Sigamos.

La cosa es que la vulgarización de Nietzsche en China o en Rusia o en donde se les de la gana, remite a las obras literarias en que se abusa de su pensamiento. Por ejemplo, la novela Sanin, del novelista ruso Artzybashev, de principios de siglo. Si: no hablamos de cualquier vulgarización sino de una que paradójicamente podríamos llamar “la vulgarización culta de Nietzsche”.

Lo que a mi modo de ver ha sucedido es que esa vulgarización “culta”, a abierto las puertas a la barbarie. Los que tienen acceso a esa vulgarización culta comienzan a difundir el pensamiento de Nietzsche ya desfigurado, y así comienza a caer la bola de nieve. Mientras más cae, más nieve recoge a su paso… y la vulgarización crece y crece hasta llegar a… ¿Lo digo? Hasta llegar a congresos masivos a los que asisten cientos y cientos y nadie entiende nada, aunque todos creen que entienden todo.

Nietzsche no se merece eso. Dejó el ámbito universitario por considerarlo demasiado vulgar. Creyó que la filosofía necesita silencio, reposo, largas caminatas… y mírenlo no más. Después de ese nivel de vulgarización, pues ya solamente queda escuchar cómo Nietzsche es citado fuera de contexto, esto es, descontextualizado, en programas de tele baratos, en periódicos, radio, y hasta en anuncios comerciales…

Cuando la filosofía va a la calle no es para que cientos crean que entienden todo, sino para explicar cuestiones muy elementales a quienes desean escuchar con la humildad propia de la “Docta ignorancia”. Esa es la idea, no otra. No debiera ser otra.

Me escribió Giuliano Campioni sobre el pasado escrito de este blog: “Boh: per tutti e per nessuno. Chi sa?”. Y ahora yo pienso: ¡Si! Giuliano, das en la clave; he ahí el problema. Nietzsche lo supo, su pensamiento aparentemente es para ser comprendido por todos, pero ninguno lo puede comprender cabalmente. Es oscuro, huidizo, metafórico, simbólico. Cuidémosle, protejámosle de los que David Kelly llama “la vulgarización” de su pensamiento. No lo permitamos más. Hoy más que nunca, nunca, nunca más.

El reciente congreso sobre Nietzsche

Hace unos meses, me llegó de España -concretamente de dos queridos amigos; Diego Sánchez Meca y de Luis de Santiago- una invitación para participar en un congreso sobre Nietzsche, en México. Cosa curiosa, pero acepté sin dudarlo. Ya cercano el evento, supe que lo financiaba un empresario mexicano. Cosa curiosa: acepté ya dudando un poco...
Debo decir que no me arrepiento. El evento reunió a nietzscheanos de la talla de Guiliano Campioni, Andrea Orsucci, Germán Meléndez, Sergio Alberto Sánchez, Jaime Aspiunza, Marco Brusotti y varios más. Fue un privilegio. Trabajamos mucho: de nueve de la mañana a nueve y media de la noche: fue bastante pesado. Pero en los pocos ratos libres, reímos como locos y hablamos más.

Sólo con una espina me quedé. Por eso escribo esto.

Veamos. En pocas palabras, el evento fue masivo: asistieron cientos de personas. Quien conozca un poco de la filosofía de Nietzsche no requiere saber más: esa es la espina. Nietzsche es un pensador peligroso porque aparentemente cualquiera puede leerlo y CREE que lo comprende. Cree que se le cuenta una historia al leer, por ejemplo, el Así habló Zaratustra. Sin embargo, como bien lo hizo notar Martin Heidegger, a Nietzsche se le comprende únicamente cuando se le contextualiza al interior de una muy compleja historia de la filosofía. Imposible comprender a Nietzsche sin conocer a Heráclito, a Platón, a Spinoza, y qué decir de Kant y Schopenhauer.

Con base en lo anterior me pregunto: ¿quién de esos cientos comprendió algo de lo ahí dicho? Por supuesto entre esos cientos habían estudiantes, y ellos habrán comprendido. Pero había también muchas personas que no tenían ni idea de la filosofía. Pregunto: ¿les hace bien escuchar hablar de un filósofo y creer que lo comprenden? Yo creo que no. Yo creo que el tipo de cultura que hay que llevar a la calle debe darse de otra manera, con otro tipo de eventos. Creo que esa banda de filósofos que vinieron del extranjero, debería de haberse aprovechado de otra manera.

A nuestro país le hace falta en efecto eventos culturales. Pero no de este tipo: no eventos masivos en los que especialistas expongan el pensamiento de un filósofo. En dado caso el evento “La filosofía a las calles”, organizado recientemente por los mismos alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, resulta bastante más provechoso: se elige un problema, y se analiza desde diferentes perspectivas por tres o cuatro estudiosos de la filosofía.
¿Qué pasó, pues? Bueno, pues que el empresario que trajo a esta banda fue el que decidió hacerlo masivo. Sánchez Meca solo organizó la cuestión académica, no determinó a quién iba dirigido el evento.

En lo personal, en lo estrictamente individual, me congratulo por haber participado. Lamento por supuesto la ausencia de colegas nietzscheanos de la Facultad que perfectamente bien, podrían haber participado. Pero en el ámbito personal no puedo más que decir que me siento afortunada. Y no tanto por el trabajo duro, sino por lo que acontece en los “entres”. Esos momentos breves en que cenas o comes, o cuando te transportas de un lugar a otro. La sobremesa de la noche, por ejemplo, cuando ya no hay que salir corriendo al evento, en fin: escuchar a Campioni contarme la historia de Colli y Montinari en la camioneta de camino al evento, con Sergio como traductor del particularísimo italiano de Campioni, o platicar con Diego sobre filosofía comparada, o recitar poesía en voz alta con Sergio después de cenar con un par de tequilas, o pseudo-cantar ópera con Guiliano… caray, fue maravilloso.

Solo me queda esa espina: ¿Qué hubiera dicho Nietzsche al ver su pensamiento expuesto ante masas compuestas por personas que en realidad no comprenden de qué se está hablando? Prefiero ni pensarlo.

Mi adorada amiga, colega y hermana, Rebeca Maldonado, me ha dicho: hagamos nosotras un evento como debe ser: con la gente de la Facultad y por supuesto, los invitados extranjeros, y nuestros estudiantes y los de provincia como asistentes. Pero no masivo. Yo le he tomado la palabra. Tendremos que ponernos a trabajar en ello. Y con todo, a pesar de la espina, me quedo agradecida por esta experiencia: no puedo más que sentirme afortunada y feliz.

Marito

Todos le llamábamos “Marito” porque era el mismo nombre tanto de su padre como del patriarca de la familia, el mitológico tío Mario al que nunca conocí. Aquel viejo tío tocaba el violín y algo muy especial debió haber tenido para ser el patriarca de dos familias diferentes, cosa que de niña no comprendía muy bien. Él había tenido dos esposas… de modo que existían dos familias Rivero, que nos llevábamos bastante bien y del enredo aquel al menos yo no tenía mucha conciencia. Gloria, una de sus múltiples sobrinas, al parecer, se casó con un individuo que trabajaba en Pemex de Salamanca en donde vivieron con su hijo Marito, mi primo.
Al haber fungido como mi madrina, la tía Gloria sentía por mi un especial afecto. De modo que cuando visitaba la ciudad para saludar a mis padres y abuelos, solía llevarme algún regalito. Recuerdo en particular una cajita que al abrirse mostraba varias cajitas... o aquella otra azul ovalada, decorada con dibujos de Peter Pan: cuando me acabé las galletas que contenía, la guardé por muchos años. Las visitas de mi tía Gloria eran por demás atractivas y lo eran por más de una razón. Primero, porque era una mujer extraña: decía que podía ver el aura de las personas y que la virgen María se le aparecía y le hablaba. Yo siempre le pedía que me describiera mi aura, eso me hacía sentir muy interesante. Pero la verdad es que hoy pienso que mi tía era una de esas personas que todo lo remediaba dividiendo al mundo en dos bandos: uno correspondía a Dios y como tal era completamente bueno. El otro, evidentemente, correspondía al diablo y era absolutamente malo: no había matices ni colores, era un mundo tan mágico como pobre e inexplicable y todo en él era blanco o negro. Ella, sobra decirlo, se consideraba a sí misma parte del blanco bando divino de “nuestro señor”, así le llamaba al líder de su bando.
Pero había otro motivo que hacían interesantes sus visitas: Marito. ¡Cómo jugábamos!: sin parar, como sabiendo que esas eran horas contadas por año. No había tiempo que perder, había que hacer todo en unos instantes. Primero al llegar nos abrazábamos brincando y gritando de alegría por vernos otra vez, luego, a mostrarle mis juguetes nuevos: él nunca comprendía porqué me emocionaban tanto esos pequeños juegos de té del mercado, o mis muñecas con guardarropa propio… nos peleábamos, nos contentábamos: todo lo que entre hermanos sucede en un año, nosotros teníamos que vivirlo en una o dos tardes. Corríamos a comprar dulces a la tiendita de la esquina, veíamos algo de tele, no mucho pues el tiempo era sagrado… bajábamos escaleras como caballos desbocados, en fin: ver a Marito era entrar en una verdadera euforia que me dejaba agotada.
Con el tiempo Marito creció y entre él y mis hermanos comenzaron a jugar diferente. Tiraban mi osito por la ventana, desvestían a mis muñecas y se reían de ellas, y en general la brusquedad de sus juegos comenzó a molestarme. Y con todo, yo seguía esperando con gusto su llegada. Porque si bien con mis hermanos parecía un bruto más, cuando estábamos a solas éramos muy felices. En una de esas ocasiones Marito pegó en mi alcancía una calcomanía del América. Yo no sabía nada de futbol, pero era evidente que Marito trataba esa calcomanía de manera similar a como mi nana trataba su estampita de la virgen de Guadalupe. La calcomanía representaba a un jugador con el uniforme del equipo, pero su cabeza era el mundo, en donde se veía el continente americano. He conservado esa enorme alcancía por décadas enteras, tan solo por la calcomanía que Marito dejó pagada en ella.
Mi tía tuvo un nuevo bebé; Manolito, quien pasó a ser la adoración de mis tíos. Aun viendo que el nuevo crío estaba exageradamente mimado, nunca se me ocurrió pensar cómo viviría Marito esa situación. El tiempo pasó, mi madrina dejó de visitarnos y a lo lejos supimos que Marito, siendo ya un joven adolescente,  le daba muchos problemas a sus padres. Luego supimos por mi tía Gloria que no, que eso no era verdad, sino que realmente a Marito se le había metido el mismísimo diablo... la realidad es que Marito desaparecía de un lugar y aparecía en otro, y no por el diablo ni a magia alguna: mi primo adorado comenzó una vida errante, de casa de unos tíos a casa de unos amigos, y de casa en casa en ningún lugar parecía estar bien. Hasta que Marito definitivamente desapareció.
Fue entonces cuando yo comencé a sentir nostalgia por mi primo... debería tener unos 14 años. Comencé a indagar y nadie sabía nada. Y yo sentía que era imposible que Marito estuviera perdido por siempre sólo dios dónde. Y ¿vivo o muerto? Un par de meses después alguien finalmente me dio una pista: se había enrolado en el ejército. Decidí buscarlo y lo hice: tomé un camión al Campo Militar Número 1 e ingresé en él. Llevaba todas mis identificaciones y me había vestido lo menos atractiva posible, pues mis amigos me habían advertido sobre los peligros de ingresar al Campo Militar en esa época... apenas unos años después de 1968. Yo estaba consciente de ello y sabía que no sería fácil dar con él. Era buscar una lágrima en el mar. Y comencé a hacerlo: “Busco a un soldado que se llama Mario Fernández” le decía a cuanto soldado encontraba, mostrándoles una foto del niño sonriente. Muchos no sabían nada, se albureaban entre ellos, “ahí te hablan”… otros con amabilidad me decían no saber quién era. Fui de un lugar a otro. El Campo Militar número 1 era enorme, parecía toda una ciudad. Hasta que por fin un soldado me condujo a unos establos, y me dijo “ahístá”.
De entrada no comprendí nada. Ahí solo había un caballo café y un muchacho moreno muy delgado y sucio, lavándolo. Y entonces lo vi: era Marito. Sus mismos ojos, que nunca supe si eran verde claro o azul agua, no había duda: era Marito. Lo recuerdo perfecto: tenía en la mano un cepillo de cerdas de color claro. Es extraño que de un recuerdo tan fundamental, lo que quede grabado sea algo tan nimio como el color de las cerdas de un cepillo. Marito me vio y se acercó. El soldado que me llevaba le dijo “tienes visita” y a mí me ordenó entrar al comedor, seguida de él… "mi primo Mario disfrazado de soldado"... esa éra mi sensación. Pero no. Entré al comedor inmenso, oscuro, lúgubre. Las mesas y las bancas eran largas, enormes, de madera oscura. Me senté sola, pensando cómo se vería ese inmenso lugar ahora vacío, habitado por cientos de soldados. Marito entró y se sentó. Se quitó la gorra que llevaba puesta estrujándola entre sus manos, me miró y lo único que me dijo fue: “¡Prima!” Solo eso: ¡prima! Yo no sabía qué decir, estaba muda. Cuando pude articular una palabra, lo único que se me ocurrió decirle fue: te vine a buscar. “Si” dijo él. Era extraño, no sabíamos hablarnos como cuando éramos niños. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba Marito, mi primo adorado? Tras un prolongado silencio decidí hablarle al Marito que conocía, y lo único lógico para mi fue decirle: ¿Qué haces aquí?. "Pues nada" me dijo: "he estado mal, muy mal. Y pues aquí estoy menos mal". ¿Lavas caballos? Le pregunté. "Si, cuando me castigan..." sonrió: "Hoy estoy castigado." No pregunté porqué. Pero no era como cuando mi abuela nos castigaba a ambos por acabarnos todas las galletas de la despensa. Entonces era un regaño y a la media hora todo estaba olvidado. Aquí todo era duro, áspero, oscuro, y su cara parecía como marcada por un dolor de años. ¿Cuándo vienes a la casa? le dije. "Voy a ir pronto, prima. Me voy a portar bien, para que me dejen salir. Ya voy a ser bueno, prima, te lo prometo." Dejé el Campo Militar número 1 con una extraña sensación de enojo, dolor e inquietud. ¿Cómo serían sus noches? ¿No le daba miedo dormir ahí, como cuando éramos niños y temíamos a la oscuridad? ¿Platicaría quedito con alguien, como cuando de niños ambos dormíamos con mi abuela?
Marito debió de haber cumplido su promesa, porque un buen día llegó a casa. Luego comenzó a ir más seguido y a mi me daba casi tanto gusto como miedo. Ya no podíamos correr bajando las escaleras como potros desbocados, ya no podíamos jugar como antes... ¿qué hacer? Nos sentábamos en la biblioteca de la casa a escuchar canciones de un cantautor brasileño. Pero no era igual: yo me sentía bastante incómoda. Platicábamos a retazos. ¿Te acuerdas de esto? Si, me acuerdo... ja, ja, ja... Y silencio. Entonces Marito me decía: "Voy a ser mejor, prima, voy a reformarme, te lo prometo". Y yo: Si, tú vas a poder. Y silencio. Una vez el disco que puse tocó una canción erótica: decía algo así como “los botones de la blusa que tu usabas y que desorientada desabrochabas: eso es amor y amantes están y las ropas todas por el piso están, brazos que se abrazan, bocas que se besan, palabras de amor...” Entonces Mario lo hizo: me pidió permiso para darme un beso. Me quedé helada y dije si. Pero no me moví un ápice. Me quedé tiesa como una estatua. Él besó mi mejilla y yo sentí mucha vergüenza. No comprendía qué sentía: sabía que era mi amor por mi primo junto con el dolor de ver su vida deshecha, era comprender y sentir su deseo y no saber nada del mío: era más sencillo cuando éramos niños y jugábamos. Entonces Marito sacó de su bolsa un libro que se llamaba “La voluntad de poderío” y me dijo: toma, tú vas a saber usarlo mejor que yo. Es un libro de filosofía. Si algún día estudias eso, como dices que quieres, ta podrás acordar de mi". El autor era un tal Nietzsche, la portada decía "Ediciones EDAF", pero yo era muy chica para interesarme por un libro con un nombre tan raro escrito por un autor tan extraño.
Nunca más lo volví a ver. Cuando su padre vino a casa por última vez, yo tendría ya unos 16 años, y me dijo que a veces las primas somos amores imposibles. Me quedé turbada. No le contesté nada. Me dieron ganas de llorar, de golpearlo, de reclamarle la vida de Marito, de mi Marito, pero solo me quedé muda y me encerré en mi cuarto a llorar. Más tarde supe que Marito estaba en las Islas Marías... ¿Sería verdad? Ya Marito era un ser mitológico sobre el que todos sabían algo y nadie sabía nada. Nunca supe más de él.
Desde entonces cuando pienso en él, no puedo evitar hacerme la misma pregunta: ¿estará vivo o muerto? No lo se. Sólo en las tinieblas de mis recuerdos sigue pegada la boba calcomanía del América y los grandes ojos verdes de Marito siguen pareciéndome luminosos junto a su piel morena. Marito mi primo, Marito mi hermano, perdido por siempre sin que yo pueda hacer nada para volver a verlo jamas.
Ahora cuando enseño Nietzsche en la Facultad de Filosofía y Letras, les pido a mis alumnos que no compren ediciones EDAF, pues son muy malas traducciones. Les explico que La voluntad de poderío de EDAF realmente es la agrupación de una serie de fragmentos póstumos, en fin… pero yo mantengo en mi librero mi edición EDAF, con su cuestionable título: "La voluntad de poderío". Cuando lo veo en la estantería, siento que mi vida se parece a una balsa que avanza y conforme lo hace, va dejando atrás a tantos seres amados... y en ocasiones en sueños me atrevo a voltear la mirada hacia ellos, hacia donde creo haberlos perdido y grito sus nombres, esperando escuchar alguna respuesta que me indique que están bien, que están lejos de mi, pero que están bien...
De Marito casi siempre escucho su recuerdo, acaso su risa, su piel morena, su mirada del color del agua… y si tengo suerte, escucho su voz, que como viejo eco de su presencia, en mis noches a solas, se apaga.

Apología de la decepción

De vez en cuando todos nos idiotizamos de manera libre y voluntaria. Hay quienes hacen crucigramas, quienes tejen bufandas que nunca se usarán, o quienes se drogan o emborrachan. A ellos por lo general se los lleva el diablo… Yo a veces me idiotizo poniendo una película o una serie en el televisor. No veo tele abierta porque eso es ya demasiado para mi hígado. Entre las series que he conocido, solo he seguido Los Tudor, Roma, Lie to me, Boston Legal y Dr. House.

Esto viene al cuento porque en un capítulo reciente de mi programación personal, House le dijo a Wilson: “La decepción es el enojo de los débiles”. Yo paré la oreja porque me sonó mucho a Nietzsche, aunque no puedo recordar si en verdad él lo dijo. Alberto Constante me había comentado que entre los guionistas de House hay un par de filósofos, de modo que la frase podría en efecto haber salido de la pluma de Nietzsche o de algún otro pensador.

“La decepción es el enojo de los débiles”. ¿Será? Veamos. Una vez que se ha intimado con Corominas, no se puede consultar el famoso, ñoño e insulso Diccionario de la Academia, por favor… Corominas, Corominas über alles! Pero esta vez me perdí un poco… comencé a buscar y llegué a la idea de “derrumbamiento” y “desmoronamiento”. Dicha palabreja ya existía en 1464 y parece venir derivada de “herrumbre”: “cuando algo se desmigaja o se desmorona como la herrumbre”. Corominas habla de un derrumbe ejemplificándolo “cuando la tierra se desmorona por efecto de la humedad”. Derivado de esta idea de “derrumbarse” se habla de “descerrar” cuando un cerro se desgaja.

Ya comenzaba yo a tocar una simplísima canción de organillero extraída de esa compleja sinfonía del Corominas, y pensaba: “Ah, eso es decepcionarse: ver caer, ver desempeñarse a alguien a quien tú habías colocado en la cima…”
Pero ¡no: y no, y no , y no!: algo no me dejaba en paz. Y como ya se que esa intuición que tengo no debo dejarla de lado, pues seguí. Me di cuenta de un error en mi búsqueda: Corominas me mandaba a… ¡concebir! Qué locura. “Decepción” emparentada con “concebir”. ¿Será que una decepción es como un “desconcebir” a alguien o algo? Corominas dice que en latín, deceptio quiere decir “engaño”. Ha ahí una pista: una decepción sería en efecto dejar de concebir a alguien como algo que no es: descubrir el engaño. El engaño que esa persona montó, o que, como es más usual, una misma montó para sobrevivir. La decepción conlleva no poder engañarse más y por lo mismo tener que “desconcebir” a la persona como aquella que se le concebía. En ese sentido mi primera intuición no era del todo inadecuada: decepción es cuando una persona se cae del lugar en que la habías colocado al no poder concebirla ya como aquella persona que te hiciste creer que era. Ese ser inventado, concebido por ti, se desgaja como tierra mojada, se desmorona como herrumbre hecha polvo, se “decerra” como un cerro que se viene abajo.

Eso no tiene porque crear necesariamente enojo. Cuando ves caer a alguien de su pedestal es porque ya no puedes engañarte más. Ya no puedes idealizarlo más, ya no lo puedes concebir como se te da la gana, como lo requieres para poder estar enamorada o para poder al menos amarlo… o ya de perdida, al menos quererlo o por lo menos… ¿respetarlo? Cuando ya no puedes concebir a un individuo de tal manera, el engaño se acabó. El enojo es difícil de manejar porque suele pasar inadvertido que el enojo es contra uno mismo: “¿Porqué me engañé de esta manera?” Cuando no captamos que estamos enojados con nosotros mismos, podemos arrasar con los demás y el enojo sigue presente y camina tan campante…

La decepción, pues, conlleva enojo, pero enojo para con una misma por haberse equivocado y concebir tan erróneamente a alguien. Una vez descubierto ese ardid, es más fácil manejar la decepción. Porque entonces una puede darse cuenta de que hay que concebir a la persona de otra manera, y puede incluso preguntarse qué necesidades personales le condujeron a una a concebir tan erróneamente a una persona. Si una descubre esas necesidades, ya va de gane: puede encontrar otra forma diferente de satisfacerlas que no sea concebir erróneamente. Que no sea buscarle chichis a las gallinas, pues no las tienen por más que una se empeñe en concebir un mundo al revés.

La decepción puede ser entonces un día de fiesta: ¡luz y agua fresca en un mundo de podredumbre y oscuridad! La decepción es el aviso de que por fin podemos ver algo tal y como es. Eso, después del enojo, conlleva la autocomprensión y hasta la ternura para con una misma al comprender las necesidades latentes que condujeron a esa errónea concepción y su hermana gemela, la decepción.

Ergo, Dr. House:
La decepción no es el enojo de los débiles. La decepción es una venda caída de los ojos. El poder ver. La alegría de un nuevo descubrimiento. El inicio de una nueva vida.
Una mirada herida por la luz requiere tiempo para acostumbrarse. Pero lo logra. Con el tiempo, siempre lo logra.

La decepción anuncia el advenimiento de una nueva verdad.

Como las aves, como las nubes, como las olas: Neurociencia, budismo y Nietzsche

Con la mente sucede más o menos lo mismo que con todo: nos acostumbramos a verla de una cierta manera y creemos que así como es, es “normal”. Y entendemos por “lo normal” algo así como “lo natural” y por esto último, algo así como “lo bueno”: triple error. Como todo, la mente no “es”; deviene. Y eso quiere decir que todo el tiempo está en proceso de llegar a ser, de transformación constante. En eso se basa el "boom" que la neurociencia ha vivido en los últimos quince años, y que se ha dado a conocer como “el descubrimiento de la plasticidad neuronal”: nuestras neuronas también están en devenir. De ahí que la mente no tenga una forma de ser ni normal, ni natural, ni buena, sino que va adoptando diferentes formas de ser de acuerdo a la sociedad en la que vive y de acuerdo al desarrollo cultural de cada individuo. Las respuestas de la mente dependen, en pocas palabras, de la educación. ¡Ah, la educación! Bien ya lo dijo Platón: todo proviene de la educación y a la vez es resultado de ella.
Nosotros vivimos constantemente con una mente forjada al estilo holywoodense, y creemos que eso es lo normal. A este tipo de mentalidad también le podríamos llamar la mente “Romántica”, así, con mayúscula, para asociarla no al “romanticismo” bobo, sino al movimiento cultural llamado “El Romanticismo”. Retomando muy libremente una expresión del excelente texto "Cuando todo se derrumba", de la monja budista Pema Chödron, podríamos decir que el Romanticismo se basa en “echarle queroseno a las emociones” y exhibirlas al arder, para luego identificarnos plenamente con ellas. Pero estamos tan acostumbrados a ser así, que no nos damos cuenta de ello, creemos que ser así es normal, natural y bueno.
Sólo para poner un ejemplo, muy brevemente imaginemos el caso clásico de una ruptura emocional con la pareja. Se vive con ella por años, pero llega el día en que todo acaba. En lugar de vivir el acontecimiento con todo su dolor para luego dejarlo ir, el individuo suele vivirlo con todo su dolor para luego continuar echándole queroseno al mismo y continuar sufriendo. Ello culmina cuando el mismo individuo se identifica con ese estado mental y emocional y se define a sí mismo como “el abandonado” o “el que ha sufrido una ruptura emocional insuperable”: una sola de las múltiples características que pueden definirle como ser en el mundo, es mal interpretada y exagerada para luego pasar a ser la identidad personal. Mal interpretada, porque una ruptura de pareja implica un sinnúmero de situaciones, así como causas y efectos múltiples que nos impiden resumir todo en la simple idea de abandono. Y exagerada, por hacerla ocupar ese papel protagónico que parece darnos una identidad personal fija, por nefasta que ésta pueda ser. Como decía Nietzsche, preferimos creer en lo peor con tal de creer en algo. Preferimos una identidad espantosa, con tal de no asumirnos en devenir constante: no podemos con el devenir. Buscamos pretiles, algo fijo de lo que agarrarnos, pretiles a lo largo del río que corre sin cesar. Y al agarrarnos de cualquier manera el río nos arrastra, pero no libremente, sino agarrado de algo que nos hace rasparnos, lastimarnos: los budistas llaman a ese proceso Dukka, el dolor que produce ser arrastrado cuando uno va agarrado de algo
Grandes estudiosos de la mente desde el ámbito de la neurociencia, como Antonio Damasio, han llegado a conclusiones radicalmente similares a las que se puede llegar desde el ámbito de la filosofía de Nietzsche y de la psicología budista. No en balde grandes budistas, como Sangharakshita, se han acercado al pensamiento de Nietzsche, y grandes budistas, como el Dalai Lama, se han interesado activamente en la neurociencia. Tanto para el budismo como para la neurociencia, existe otra manera de lidiar con las emociones diferente a aquella a la que estamos acostumbrados. Esta última consiste en dejar que surja una emoción sin ser conscientes de que surge, como si ésta fuera algo no racional, para luego dejarla crecer y exhibirla arder. Para Damasio, detrás de esta forma de ser se encuentra la concepción del ser humano como un ser dual, un ser dividido entre su razón y su emoción. Y ese es otro error. Desde su fundamental y genial obra El error de Descartes, Damasio muestra cómo la emoción no es algo que se contraponga a la razón, sino todo lo contrario: la razón no puede existir ni ejercer sus aspectos benéficos, sin la emoción. La razón no es pura: está mezclada y requiere de la emoción. Sin esta última, la razón no es capaz de ejercer sus funciones más básicas, como ha sido demostrado desde el caso de Phineas P. Gage y de todos los Phineas de la historia.
Este individuo era un capataz de 25 años muy calificado y exitoso que trabajaba en la construcción de vías ferrocarrileras de Estados Unidos en 1848. En un accidente de trabajo que involucraba el uso de pólvora pisoneada con una varilla de metal, la pólvora explotó y la varilla salió proyectada hacia su pómulo izquierdo, perforó la base del cráneo y salió a toda velocidad por la parte superior de la cabeza. Insólitamente, Gage sobrevivió consciente a todo el accidente al grado de explicárselo con el cerebro abierto al médico que una hora más tarde lo atendió. Y no solo eso: Gage sobrevivió a la infección posterior, y sobrevivió para hacer saber a la humanidad qué sucede cuando un individuo pierde el lóbulo frontal del cerebro: sus capacidades motoras, así como las referentes al lenguaje y el razonamiento, no se ven afectadas en absoluto. El desastre lo vive, como lo vivió Gage, en el mundo emocional, lo cual le condujo al fracaso al aplicar las capacidades racionales a la vida diaria: labor imposible cuando el lóbulo frontal ha sido afectado. De ser un hombre líder, admirado por sus trabajadores y por sus jefes, Gage pasó a ser un pobre hombre incapaz de contralar sus emociones o de lidiar con el mundo.
Las emociones, pues, son necesarias para el proceso del pensar. Las emociones y los sentimientos que siguen a ellas no son “intrusos en el bastión de la razón”, dice Damasio, sino que se encuentran inmersos en ella, son parte de ella tanto para bien como para mal: ese es el descubrimiento fundamental que expone este reconocido científico, genial escritor, filósofo y neurofisiólogo en El error de Descartes y que sostiene también su libro sobre la neurociencia y la filosofía de Spinoza, en el cual expone porqué Spinoza tenía razón. Las emociones y los sentimientos, así como la regulación biológica que ellos implican a través de sus relaciones con el cuerpo, desempeñan un papel fundamental en el proceso de razonamiento.
¿Cómo razonamos, pues, desde la mentalidad holywoodense o Romántica, esto es, cuando creemos que lo “normal” es bañar de queroseno a nuestras emociones para luego dejarlas arder? Una mente que vive de esa manera la emocionalidad, afecta considerablemente su forma de razonar tanto como su manera de vivir. En palabras de Kavindu, otro monje budista interesado y hasta obsesionado con la neurofisiología actual, podríamos decir que en una primera instancia la mente aprende a atascarse en razonamientos que parecen remolinos en una corriente de agua. Para Kavindu esto implica dejar de fluir, y esto es gravísimo, pues como lo patentiza Damasio en su libro sobre Dascartes y como lo sabe la neurobiología actual, la mente que constantemente fluye y cambia de patrones, es una mente alegre, mientras que una característica de la mentalidad deprimida es su incapacidad para fuir, su constante fijarse en patrones mentales.
Decir que la mente Romántica vive atascada en patrones mentales repetitivos implica decir que vive atascada en sus propios laberintos. ¿Hay algo que permita salir de esos tortuosos laberintos? Aquí es donde viene al caso la psicología budista. Buda creía básicamente cuatro cosas: la primera, que la vida humana es dolorosa. No que la vida humana fuera únicamente dolor, sino simplemente que el dolor existe en nuestra vida. La segunda era su creencia en torno a las causas del dolor: no es pues que la vida “sea” dolorosa, sino que existen ciertas causas que hacen que la vida sea así. La tercera implica el señalamiento de estas causas: podemos conocerlas. Y la cuarta, si logramos conocerlas, es factible cambiarlas, de modo que existe una manera en que podemos vivir para dejar de hacer justo aquello que nos conduce al dolor. Todo budismo posible (¡y vaya que existen múltiples budismos posibles!) todo budismo, digo se basa en esas cuatro proposiciones, que son llamadas cuatro verdades básicas o “las cuatro nobles verdades”. Y sí que son nobles: su idea es que podemos simplemente dejar de sufrir.
Existe una metáfora que ejemplifica de manera muy clara todo lo aquí dicho: las cebras no generan úlceras. Duermen bien, comen lo que requieren y viven una vida pacífica. Hay algo que hemos perdido en el proceso de humanización: la tranquilidad. La cambiamos por estrés o Dukka, como queramos llamarle. Pero la tranquilidad y la estabilidad mental pueden recuperarse sin necesidad de renunciar a ser humanos. Imaginemos a la cebra: va pastando por la sabana, viviendo su vida plácidamente, cuando de repente de la nada sale un león. La cebra sabe qué hay que hacer sin necesidad de escribir un discurso filosófico: corre para salvar su vida. Corre, corre, su corazón se acelera y todos los músculos de su cuerpo reciben la señal cerebral y las sustancias producto de la descarga de adrenalina que son necesarias para correr. Si no logra escapar, hasta ahí llegó su vida. Si logra escapar, fluye en pocos minutos a un estado diferente. No se atasca en lo que sucedió, por traumático que haya resultado: no hay racionalidad que la atrape en discursos en tormo a lo sucedido, no hay quejas en torno a esa manía del león de querer comérsela, no hay resentimiento contra la vida, simplemente continúa viviéndola: las cebras, en efecto, como todos los animales que viven en libertad, no padecen estrés. Y todo parece radicar en dejar ir la experiencia vivida sin echarle queroseno a las emociones que ella ha hecho surgir.
Es claro que no somos cebras. Tampoco somos animales en libertad. El malestar de la cultura en que vivimos es el precio que hemos de pagar por poder escribir y decirlo, o por ser capaces de crear algo o de disfrutar una sinfonía de Mozart o la obra de Miró. La creatividad humana tiene un precio. Ah, sólo que éste es negociable: hay algo que podemos hacer para dejar de sufrir. Cuestionar la mente holywoodense o al menos compararla con la de las cebras, es ya tomar conciencia de ello. Podemos seguir siendo humanos pero aprender al mismo tiempo de aquellos otros seres que no se atascan en los dolores de la vida, sino que fluyen a otros estados de conciencia diferentes una vez que las circunstancias han cambiado. He ahí la clave: aprender a fluir junto con nuestras circunstancias. Dejar de crear diques e identidades que estancan el agua: somos río que fluye. Si pretendemos fijar nuestro sentido de ser en identidades acartonadas que se basan en situaciones que hemos vivido en el pasado, nos encerramos en nuestra propia mente. Y eso es lo que hace la mente Romántica o holywoodense: crea identidades basándose en emociones vividas, a las cuales ha incendiado previamente en queroseno…
Ya lo había dicho Nietzsche: hay una ligereza que no es la superficialidad. Remite más bien a la capacidad de volar, de cambiar de acuerdo al flujo de la vida misma, de no estancarse en ella, de no incendiarse en emociones repetitivas sino saber fluir, saber volar. “Que no construya su nido sobre un abismo quien no sea capaz de volar…” decía el filósofo. El problema, y en el fondo él lo sabía, es que no hay ningún otro lugar en donde construir el nido. Sepámoslo o no, todo nido es construido sobre un abismo: habitamos el abismo, no hay otro lugar a donde ir, aunque lo cubramos con mil máscaras: el cristianismo, el marxismo, el budismo: todas son diferentes maneras de habitar el abismo. Pero hay una manera lúdica y sana de vivir en los abismos: sobrevolándolos. Y para aprender a volar, hay que aprender a reír y a dejar pasar la vida en su flujo inevitable y natural. Ni empujar al río ni ponerle diques en el camino: panta rei, diría el griego Heráclito: todo fluye. Y wu wei, diría el chino Lao Zi: no hagas nada ante ello, simplemente aprende a fluir como lo hace el río en su curso, como lo hace el viento, sí: aprende a fluir como las aves, como las nubes, como las olas.
A eso se aprende cuando se practica la meditación budista. Por eso meditar, hace feliz al meditador. Una vez un alumno le preguntó a Kavindu: ¿Cómo sabes tú que un alumno va por buen camino? Él respondió: “Pues es difícil, ¿no? Esto es: ¿cómo saberlo? Aunque hay indicios, yo diría que se vuelven más ligeros…” Si: meditar te pone alas, te hace feliz. Terminas por ver que puedes disfrutar de la misma vida que antes te parecía un tormento, esto es: casi cualquier vida puede ser un tormento. Y casi cualquier vida puede ser motivo de agradecimiento y de contento. Aunque el verdadero iluminado, quitaría de ambas oraciones la partícula “casi”. Se medita para aprender a vivir cualquier vida posible, no la vida ideal. Se medita para aprender a ser feliz. Y si aparte de ello existen otros beneficios, pues… bienvenidos sean! Meditemos pues, meditemos ya. Y tengamos prisa por hacerlo, como quien no posterga el tomarse una medicina que sabe que le curará de un fuerte mal. Meditar, cura.

Una historia verdadera


Las cosas discretas,
amables, sencillas;
las cosas se juntan
como las orillas.

Carlos Pellicer

Esta es una historia que me ha parecido muy bella, pero sobre todo es una historia verdadera. Y lo es en más de un sentido. Primeramente porque realmente me sucedió. Pero también lo es en un sentido más radical: habla de cosas que tocan el fondo mismo de la vida, de cosas reales, es una historia verdadera en el sentido en que algunas tribus indígenas hablan del hombre verdadero: es una historia verdadera porque habla de cuestiones que son verdades para vivir. Aclaro lo anterior porque a la vez es una historia sumamente sencilla y quizá en ello radica su belleza. Pero hablemos del evento, que sí fue un evento.
Puedo comenzar por aclarar que yo tengo dos hogares. A veces me siento muy bien en uno, a veces en otro. En uno vivo con mis hijos y su padre, que es un buen compañero mío. Mi cuarto está junto a la biblioteca, frente a un jardín que no es grande, pero es hermoso. Mis hijos y su padre tienen sus habitaciones en la planta superior de la casa. Cuando por alguna razón no se siento bien ahí, emigro como un cangrejo ermitaño. Esos animalitos sí que son inteligentes: buscan un caracol que los proteja y hacen de él su hogar. Cuando les incomoda, simplemente buscan otro. Pues así yo a veces emigro a mi pequeño pero hermoso estudio en el que he preparado ya todo un hogar. Cuando entro en el, ya le saludo con verdadero afecto, ya siento amor por él. Ahí recibo a Myriam para trabajar, o a los alumnos del proyecto que estamos creando en la UNAM, o simplemente a mis amigos cuando queremos bailar y gritar y reírnos a gusto. También ahí acudo cuando quiero estar en soledad.
Con esos antecedentes como telón de fondo, ahora sí cuento la historia. Una tarde, entraba a mi estudio para preparar la cena de despedida de mi amiguito Luis, un hombre precioso que también es un niño gitano que brinca, actúa, analiza y nos hace pensar. Luisito se regresaba a Andalucía, a su bella Granada, con sus calles maravillosas callejuelas, con su Alambra, sus gitanos, su cante hondo, sus barrios árabes, en fin: retornaba a Granada, la bella. Y yo le quería despedir con una cena en la que se sintiera en su casa, le quería decir: mi casa es tu casa amigo del alma, porque te quiero mucho. Porque Luis es un amigo de mi alma, un amigo verdadero y un verdadero amigo. A él le cuento mis tribulaciones y se toma el tiempo para pensar. Piensa, se pone en mis zapatos, y luego dice: ¿Puedo hablar? Y ante mi consentimiento, habla de mi, nunca de él, se pone en mi lugar, actúa ser Paulina, hasta que da con claves para la resolución de un problema. Una vez en una cantina el mesero se acercó a ver qué diablos pasaba, porque Luis se levantaba y gritaba: actuaba a ser Paulina. Entonces Luis le dijo al mesero: "No se preocupe, que estamos jugando". Y prosiguió su actuación. Ese es mi amigo, yo diría, mi hermanito Luis.
En fin, la cosa es que entraba al estudio para hacerle su despedida, cuando a lo lejos vi una pequeña mancha en la pared y me dije: eso no es una mancha: eso es un animal. Me acerqué dispuesta a corroborar el grado de peligrosidad de semejante bicho, cuando para mi sorpresa mi corazón se abrió, sí, como esas flores que se abren a cámara rápida en los programas de National Geographic… se abrió ante una muy pequeña catarina, o como también les llaman, una mariquita.
Quien sabe qué tienen esos animalitos que hacen surgir de nosotros los más sinceros sentimientos de simpleza, de una sencilla alegría. Yo creo que las catarinitas, al igual que el olor del pino de Navidad, nos remiten a un lugar en donde era muy fácil ser feliz. Ese lugar es la infancia, pero no quiero con ello mitificarla como “un lugar feliz”: yo conocí, como muchos, algunos de los infiernos de la infancia, y no quisiera nunca regresar a ellos. Pero los niños, cuando lo somos, como lo fuimos en esa noche en que despedí a Luisito, tenemos esa capacidad de ser felices ahí, en el momento. Podemos sufrir lo indecible, enfermedades terribles, torturas psicológicas: los infirnos de la infancia son quizá los más terribles. Ya adultos quizá los recordamos, pero no los volvemos a vivir con esa impotencia propia solamente de los niños y las bestias, que sufren sin poder defenderse, como un toro encerrado en una plaza sin saber qué hacer, porqué está ahí, porqué le hieren y hasta cuándo va a terminar el infierno, la burla que únicamente acaba con su misma vida. Es dolororso que no podamos darnos cuenta del dolor ajeno, sobre todo cuando involucra a niños y a bestias que son tan inocentes como incapaces de defenderse.
Pero una catarina está lejos de todo ello... y en manos de un niño hace brotar la sonrisa más franca y veraz, y si ella acepta caminar por la mano y quedarse caminando un rato de una mano a otra… ¡Qué felicidad! En esos momentos no hay nada más que la catarina. No hay tormentos, ni doctores, ni aparatos, ni ausencias que hieran, ni hermanos mayores que temer: todo es la catarina roja y pequeña, con sus lunarcitos negros, caminando felizmente en mi mano… así, precisamente así, es el pino de Navidad: su olor remite a un lugar en el que era muy fácil cambiar de estado de ánimo hacia la felicidad. El pino huele a expectativas cumplidas. ¿Qué es la vida? ¡Una muñeca Lily Ledi! Y sí: hela ahí. Días enteros sospechando que la caja envuelta en papel navideño escondía en efecto la muñeca, y ahí está, la saco de la caja, la abrazo, brinco de alegría, le pongo nombre. Sabrá dios porque a mi madre no le ha parecido correcto que se lo escriba con tinta indeleble en la frente:Alicia: ese es su nombre y ahora todos pueden saberlo porque lo dice su frente: eso es la felicidad, a eso me remite el pino de Navidad. Quizá por eso su olor me atrae y a la vez me duele: porque se que hoy no es tan fácil ser feliz. Pero de eso trata la historia de la catarina. Sigamos.
Con muchísimo cuidado tomé la pequeña catarina y corroboré que no podía volar. Ni siquiera podía caminar: se estaba muriendo. Me tomó un buen tiempo colocarla en una servilleta de papel sin lastimarla y de manera casi instintiva, me mojé la mano y le rocié diminutas gotitas de agua. Para mi sorpresa dio unos pasos. Entonces coloqué la servilleta en un plato verde, verde como el pasto, pensé. Tomé agua e hice un charquito a dos milímetros de ella. Caminó y creí ver que bajaba la cabecita para beber. Estoy alucinando, pensé. Corrí por mis lentes para ver de cerca, que son una especia de lupa, y entonces tuve el privilegio de observar a la pequeña bebiendo agua. Me emocioné mucho, pero no tanto como cuando comenzó a caminar. Despacito, caminó, exploró la servilleta, luego parte del plato, y regresó a beber agua. Emocionada corté una hoja del bambú y le puse una granos de azúcar moscabada. Y con mis lentes de superwoman, vi como bajaba su cabecita y se demoraba en el azúcar. Se demoró un buen rato, no podía ver si comía o no, pero entonces, señores y señoras, salió como Fitipaldi por toda la servilleta y recorrió el plato verde con una energía y un contento que inundaron todo el apartamento.
Sonó entonces el timbre. Eran mis amigos. Yo ni siquiera pude recibirlos y tomar las cosas que traían para la cena, solo les dije: ¡Vengan, vengan pronto a ver esto! Todos se demoraron en la catarina; escucharon la historia y corroboraron como bebía agua. Fueron testigos de su fallido intento de volar: no podía sacar bien las alitas. Juntos deliberamos si debía dejarla en el estudio o sacarla a la jardinera de mi terraza, en donde unas plantas silvestres ya completamente secas ocupan el lugar de las que yo aun no he sembrado. La decisión final fue dejar ahí a la catarina, en esa inhóspita jardinera, y así lo hice. Pasamos la noche jugando como niños pequeños: a ratos atravesábamos las honduras del pensamiento, para de repente bailar como locos o ponernos a actuar para que los demás se carcajearan con nuestras actuaciones. Fue una noche feliz, muy feliz. Cuando se fueron, decidí que estaba cansada y me quedé a dormir ahí.
Al día siguiente llegó Myr a trabajar en una serie de documentos absurdos que tengo que preparar para no dejar de ganarme la vida haciendo lo que me gusta: dar clases y filosofar. Después de un rato de trabajar la invité a salir a la terraza a fumar un cigarrito. “Debe estar calientita porque le da el sol” le dije, y como hacía mucho frío, pues nos salimos a la terracita, que en efecto estaba calientita. Me senté en la orilla de la jardinera e iba a limpiar con la mano un lugar junto a mi, para invitarla a sentarse, cuando la vi: mi catarinita iba caminando felizmente por la orilla. Emocionada se la mostré a Myr y le platiqué toda la historia. La tomé, se subió de inmediato a mi mano, y entonces Myr me dijo ¿no debiéramos sacarla al jardín? Abrí la puerta de mi terraza, que da a un pequeño pero muy cuidado jardín y, catarina en mano, fui por la manguera, limpié lo básico, podé un poco, y sí: dejé a la pequeña en el jardín. La última vez que la vi ahí andaba, comenzaba a volar si acaso unos centímetros. No se si sus alitas se estaban mejorando o si simplemente era una bebé creciendo poco a poco.
Pero la reflexión final surgió cuando le conté esta historia a un querido amigo ya mayor, que malhumorado me dijo: cómo se ve que no tienen nada que hacer. Lo único que respondí fue: Pero sí, que tengo muchísimo trabajo… porque en verdad lo tengo, mucho, muchísimo, demasiado, diría yo. He ahí la cosa: ¿por qué demorarme entonces en una catarina, porqué demorarme en contar su historia, nuestra historia, una y mil veces a cada persona y, no siendo suficiente, venir a escribirla acá?

Porque las cosas sencillas que en verdad nos gustan que nos llaman de manera natural, como una catarina o antaño una muñeca Lily Ledi, son las que aun pueden darnos un poco de felicidad. Solo que eso no lo sabemos y cuando nos lo dicen, no lo creemos: tenemos que vivirlo. Las cosas discretas, las cosas sencillas, si logramos que se nos peguen y ser con ellas una breve orilla, crean una nueva perspectiva de la vida: son la vida misma. Buscamos “grandes” aventuras, “grades” viajes, “grandes” amores, supuestamente para darnos cuenta de que estamos vivos, de que somos osados, de que somos amados. Pero no funciona… ¿porqué? Por que lo que hace grande o pequeña una aventura, un viaje o un amor, es la capacidad de aceptar y amar las cosas sencillas que se dan sin más, y darles aire, permitirles existir en la ligereza de la alegría. Cuando a una aventura, a un viaje o a un amor le falta la ligereza de la alegría, y no nos hace reír, y no nos abraza como a la vida misma, y no nos hace sentir la intimidad de la vivencia más honda, cuando no hay, en resumen, alegría sino sentimiento de ausencia y de lejanía, es que algo anda mal: no se están valorando las cosas sencillas, las cosas discretas. No hace falta tener grandes aventuras, ni viajes, ni amores, ni nada. Hace falta ser capaz de darle a nuestra existencia el aire, el respiro de ser feliz en las cosas sencillas que nos atraen de manera natural. A unos nos gustan los animales. A otros las caminatas, otros más disfrutan la música, la escritura o las palabras. Pero esas cosas sencillas que nos llaman de manera natural, son las que pueden darle sustancia a nuestras vidas. Y son las que acaso podamos compartir con nuestro iguales, con aquellos que aman y se demoran en esa mismo tipo de cosas sencillas. Y sí la clave está, como decía Pellicer, en juntarnos con ellas, como dos orillas.
No se qué haga en este instante mi pequeña catarina. Pero en mi dejó la presencia de su pequeño caparazón rojo y de sus alitas intentando volar: dejó la presencia de las cosas sencillas que ma atraen y me gustan de manera natural. Por eso he venido aquí a contar esta historia, así quizá otros más se dejen llevar por las cosas amables y sencillas que les llaman de manera natural...

Tomás y las palabras

Dice mi querido amigo Tomás Pollán, que él retoma la distinción entre amigos, conocidos y saludados. Ayer, con él y mis amigas, reímos mucho y disfrutando de una cena al aire libre. Reímos como solemos hacerlo cuando estamos entre amigos, con Tomás. "Entrañable" es una palabra que define bien el sentimiento que Tomás provoca en las personas. Es una gente que uno la siente así: entrañable. Vaya usted a saber la razón por la que pocas personas nos hacen sentir eso... Quizá sea que la inteligencia brilla e ilumina al otro cuando en ella anida el sentido del humor, y para eso, como para muchas otras cosas, Tomás se pinta solo. Pero lo que quiero reflexionar aquí tiene que ver con algo que me comentó este singular amigo mío (que no conocido ni saludado, sino amigo): algo que me ha dejado pensando.
Tomás ama las palabras. Puede ser feliz horas y horas en compañía de su Liddell-Scott y su Corominas. Me imagino que ese es uno de los muchos gustos que compartimos... estando de viaje yo también suelo extrañar esos diccionarios, y anhelo regresar a ellos para consultar palabras, para que me hablen las palabras, para que me expliquen su verdadero significado...
Me dice Tomás que son dos los posibles orígenes de la palabra "solo" y por lo mismo de sus derivados "soledad", "solitario" y demás. Y esto resulta más que interesante, pues ambas posibilidades remiten a algo muy positivo... La primera sería holon, esto es, olon con espíritu áspero, de donde viene "holístico" ser completo, o como dice Octavio Paz, completud. Ser o estar solo es estar completo... la otra posibilidad remite al mismo vocablo de donde viene la palabra "salvado" o "salvar": estar solo sería estar a salvo...
¿Cómo hemos llegado entonces a temer la soledad o a verla como algo negativo? Hablo en plural y no debiera, pues por supuesto existen aquellos que aman la soledad. Marguerite Duras, por ejemplo, decía que ella misma había construido su soledad, para lograr hacer lo que deseaba hacer, a saber, su obra. Y bueno, como ella muchos han alabado la soledad, de hecho toda la filosofía de Nietzsche y Heidegger son de alguna manera un canto a la soledad.
Me imagino que en esto sucede como en todo: hay diferentes tipos de soledad. Hay soledades malsanas en las que el individuo se ensimisma y se encierra en sus propios laberintos y en sus propias torturas. Hay en cambio soledades en las que, como fruta al sol, el espíritu crece y madura. No hay una forma de estar solo, existen múltiples maneras de vivir o crear la soledad. Y la que me interesa es esa que mi querido Tomás cree factible derivar y por lo mismo relacionar con el estar completo y el estar a salvo. Sola, completa y a salvo serían tres sinónimos cuando la soledad no nos hace vegetar, sino madurar. Nietzsche decía que el Sol que se requiere para madurar en soledad, es el amigo: un amigo lejano, y a pesar de ello siempre presente.
Y con esto comprendo algo que no terminaba de ver: la razón por la que comencé a escribir esto hablando sobre la distinción entre amigos, conocidos y saludados. Yo creo que un amigo es un hermano cuyos padres no son los mismos que los tuyos. Pero volviendo a nuestras amadas palabras, el vocablo "hermano" viene del latín Germanus, que significa "verdadero, natural, auténtico". Un conocido o un saludado no requiere veracidad ni autenticidad alguna. El saludo "¡Hola! ¿cómo estás?" ante un conocido, no es más que una mera formalidad: nunca esperamos que nos diga cómo se encuentra. En cambio la misma fórmula, cuando viene de labios de un amigo, llega directo al fondo y no podemos evitar sonreír si estamos bien, o callar con dolor si estamos mal. El amigo sabe de inmediato cómo estamos: al Germanus no se le puede mentir, y cuando se intenta hacerlo, él siempre sospecha que algo se esconde, él sabe que mentimos pues dejamos de ser Germanus, hermanos, en ese momento.
En fin, no es mucho lo que he escrito, ni tiene una sola idea desarrollada de manera lógica... más bien he picado aquí y allá diferentes temas. La soledad, la hermandad, Tomás, la amistad... pero a veces así pasa. Una no escribe siempre igual. Que vuele pues al ciberespacio esta reflexión. Quizá encuentre algún cibernauta al que le sea útil o en el que haga anidar algún pensamiento...

Desvariaciones sobre un tema de Paulinini

Para Myriam

A raíz de mi comentario sobre la película “Origen” Myriam, mi ayudante en la UNAM, me hizo ver algo fundamental. “¡Escríbelo en el blog!” le dije. Pero no lo hizo, lo cual es una lástima, porque tiene un punto muy importante… De ahí que las palabras que siguen no son en sentido estricto mías, yo solamente las transcribo debido a que esta ocasión una especie de timidez parece haberla conducido a la agrafía que nos priva de su delicada y fina sensibilidad.
Myriam considera –y hace muy bien- que la clave de toda la película y de todo lo que yo traté de decir, radica en las palabras que el personaje principal le dice a la amada: se que tú no eres real, que esto es un sueño, porque no tienes la complejidad de ella.
Kavindu, mi maestro, insiste en ese punto clase tras clase: filtramos la realidad, la sesgamos, la depauperamos, y con ese mínimo que queda, así de pobremente, la etiquetamos. Para poder “funcionar” en la vida cotidiana, cometemos el error de tomar la parte por el todo. Y luego, fijamos esa parte, la congelamos, ¡y nos la creemos!: nos quedamos con una fotografía estática que no es la persona verdadera, una foto que a duras penas la representa. O más bien la pseudo representa, porque la persona que está en el presente, no es la misma que la del re-presente. El re-presente en el cual re-presentamos, lo que se re-presenta aparece como un ser muy menguado, muy poco complejo, y sobre todo, muy etiquetado y como tal, estático, inamovible. La vida no es así. La vida es flujo constante.
Había pues comenzado a escribir sobre esto, cuando hoy me encontré con Myriam y Jorge, en Nalanda. (Mi abuela decía: Dios los hace y ellos se juntan). Comentamos eso otra vez en torno a “Origen”, y hablamos de cómo la realidad es ese flujo incesante, mientras que el recuerdo es la mera imagen casi congelada. Y Myr dijo: “Pero es que vivimos atrapados en un mundo de imágenes”. Y he ahí la cosa, ya lo dijo Heidegger: vivimos en la era de la imagen del mundo, en la cual todo es imagen: y esto es así, hasta lo grotesco. Hay mujeres y hombres que estudian y enseñan “diseño de la imagen”. Los políticos diseñan su imagen. La gente vota por una imagen. Los hombres y mujeres nos vestimos de una cierta manera y no de otra, y proyectamos en efecto una imagen. Hay quienes creen que conocen a la persona con ver su fotografía, como si no existiera ningún misterio detrás de ella, como si la imagen lo fuera todo. La época de la imagen…
Viene entonces al caso que cuente aquí que anoche estuve el programa de Fernando Rivera Calderón, ese músico, filósofo, poeta y loco que dirige el programa “La noche W”. Íbamos a hablar sobre Taoísmo. Cuando me preguntó cómo sería una sociedad taoísta le hablé del individualismo taoísta, de la imposibilidad de socializar el taoísmo, de cómo este era una repuesta casi anarquista al confucionismo.
Pero la verdad es que luego, platicando con Arturo, me di cuenta de que eso no es verdad. Arturo me hace pensar mucho. Tiene una inteligencia poco usual, medita, hace yoga, estudia budismo y pasamos horas hablando de esto. Platicando con él me di cuenta de que una sociedad taoísta de ninguna manera permitiría la publicidad que genera deseos adquisitivos en el individuo. Para Lao Zi, por ejemplo, el robo, que es un gran mal para toda sociedad, lo ocasiona la exhibición de objetos que no están al alcance de todos. Exhibir esos objetos genera un deseo insano de poseerlos, y por eso a aquellos que les está vedado satisfacer ese deseo, roban. Un sociedad taoísta sería bastante más simple en todo, hasta en lo más elemental: condimentaría menos la comida (Cf. Tao Te King, o François Jullien, Elogio de lo insípido) y buscaría la satisfacción de los deseos más simples y naturales (lo que los taoístas llaman pu) de manera bastante cercana a Diógenes.
Hoy resultaría impensable un individuo que viviera al estilo de Diógenes. Tratemos de imaginar de manera actualizada lo sucedido entre él y Alejandro Magno. Imagínense un homeless gringo o un desposeído mexicano o de cualquier nación: es igual. Imagínense que llegara Obama o Calderón (que se quedan chiquititos junto a Alejandro Magno, en todo) y le dijera:
“Buen hombre, dime qué puedo hacer por ti. Pide y lo que pidas te será concedido”
¿Se imaginan al pobre hombre diciendo: “Te pido que te hagas a un lado porque me estás tapando el Sol”? No: pediría casa, comida, ropa, electrodomésticos, muebles, coche, chofer, una computadora, televisión, en fin... estamos muy lejos de los valores taoístas. Condimentamos todo con avidez: desde la comida hasta la diversión... pocos son placeres naturales y sencillos.
Myriam y su comentario a la película me lleva a pensar que si vivimos, como decía ella, atrapados en un mundo de imágenes, difícilmente podemos soltar la imagen que tenemos de todo lo que vemos, y eso nos incluye que difícilmente podremos soltar la imagen que tenemos de nosotros mismos. Ser “la Doctora” o “la señora”, “el director”, “el jefe”, o lo que sea, es un falseamiento radical. Funciona para la vida diaria, pero quien se lo cree, se pierde a sí mismo en la etiqueta. Por que una, o uno, siempre es más complejo, más enriquecedor, mas “más”, que un título, por honorario o por miserable que éste pueda ser.
Podemos saber que vivimos en un mundo de sueños, el cual incluye, por cierto, las pesadillas, cuando aquellos en quienes pensamos –o incluso aquello a quienes vemos- no son complejos, sino que los podemos etiquetar y definir fácilmente. En el mundo real, nada es definible, todo fluye, sí: Heráclito y hasta Cratilo.
Pero si en el mundo real nada es definible, sí puede en cambio ser amable, claro, en el sentido más radical de la palabra. Amable, es aquello que se puede amar. La karuna, la compasión como la entiende el budista, es la aceptación y el amor a uno mismo y a todo lo que existe en toda su complejidad, es lo que puede distinguir la vida, del sueño. Creo… hasta donde voy, eso es lo que creo.
Un ayudante de profesor teóricamente ayuda al profesor a calificar, a dar clases ocasionalmente: así el ayudante aprende a hacerse profesor. Pero mi ayudante se ha convertido en mi maestra. Ella me enseña cosas que muy pocas personas pueden hacerme comprender. Y lo más curioso es que lo hace siempre sonriendo, como si dijera cualquier cosa. Como si recitara una composición sobre los insectos en un concurso de retórica japonesa… Es cuando comprendo lo que es inclinarse ante alguien con agradecimiento y amor: no es un ritual impuesto, sino algo que sale de manera auténtica en contadas ocasiones. Gracias Myr, por tantos años de compañía y de ayuda más allá de aquella que tan puntualmente realizas día con día en la Universidad. Gracias por no conformarte con ser mi ayudante y ser, ante todo, mi amiga.

Di Caprio, Borges, Nietzsche y el sueño de Zhuang Zi

Dedico este breve escrito a mi maestro Kavindu

El parágrafo más afamado de Los capítulos interiores de Zhuang Zi es aquel en el cual el filósofo chino despierta y dice: “Soñaba que era una mariposa que volaba, y ahora que despierto, no se ya si soy una mariposa que sueña que es Zhuang Zi.”

Que la vida sea un sueño, para todo hispanoparlante medianamente culto es casi un lugar común. De inmediato surge en nuestra mente la bella frase de Calderón de la Barca: la vida es sueño y los sueños, sueños son. Pero ya creer en serio que la vida es sueño, me molesta, me incomoda: siempre me ha irritado. Diga lo que diga Descartes, yo se, yo se que esto no es un sueño. No es igual que sueñe la muerte de mi mejor amigo, a que en efecto muriera. La diferencia es abismal. Si lo sueño, al día siguiente le llamo y se lo cuento, le digo que quiero verlo, en fin: ahí está él, tan completo como ayer. Si muere, no puedo ya más contarle nada, ni abrazarle, ni decirle lo mucho que le quiero.

A quienes nos hemos detenido en esa pregunta desde el ámbito filosófico, esa idea nos da cierta comezón. Pensamos por lo general en René Descartes, el genial filósofo francés que se obsesionó con encontrar la manera de lograr certeza acerca de esta vida y de lo que en ella conocemos. Una vida en la cual yo soy yo y tú eres tú y en la cual ambos sabemos a ciencia cierta, que esta vida no es un sueño. La certeza la encontró en la duda misma: dudo, ergo, pienso; pienso, ergo, existo… y conozco el mundo de una cierta manera que me da certeza… A Zhuang Zi este razonamiento le hubiera parecido una verdad de Perogrullo.

Por su parte, Heidegger encontró un camino diferente a la duda cartesiana. El escándalo para él no radica en la ausencia de la certeza o de la respuesta a la pregunta por mi existencia y mi relación con el mundo, sino en el hecho de que sigamos formulándonos esta pregunta. Se que existo y se que conozco el mundo porque al ser humano, el simple hecho de “ser en el mundo” me da ya una cierta intimidad ontológica con éste, y por lo mismo una cierta certeza intuitiva de la cual no es necesario dudar. El escándalo es que desconfiemos de esa intimidad inmediata. Lo lógico no sería preguntar cómo es que conozco el mundo y si en verdad esta vida no es un sueño: lo lógico sería preguntarnos porqué a ratos se rompe esa intimidad con el mundo y acontece la duda o el error.

Y sin embargo, es espléndido poder escribir sin ataduras académicas, y contar aquí lo que me ocurrió al salir de la película “Origen” de Di Caprio. Cotidianamente salí diciendo lo usual: “¡Uf, qué loca! Total que ella no se quedó en el sueño, pero creía que sí estaba en el sueño: la semilla de esa idea jamás la abandonó… y él, en cambio… bla bla bla…” Caminé unos pasos y entonces todo comenzó…

Recordé que Borges creía que los sueños compartidos existen: ellos son la realidad. Entonces miré a una pareja que parecía discutir, pero de inmediato soltaron ambos una carcajada y se abrazaron. Una señora parecía triste y de la nada una sonrisa iluminó su cara y algo comentó al hombre que la acompañaba. ¿La acompañaba? ¿Él a ella? ¿Ella a él? Comenzó mi viaje: soy yo quien interpreto cada rincón que veo, cada rostro, cada persona y luego los etiqueto. Ése es gordo, aquel otro está triste, esa pareja luce agobiada, esa otra está enamorada… ¿si? Y no solamente eso: mi madre me quiere de tal y tal manera, mi padre de tal otra, mi hermano mayor piensa esto de mi, mi otro hermano piensa otras cosas, mis hermanas creen que… mis alumnos creen que yo… mis amigos son así, mis enemigos asado… ¡Tengo todo un mundo etiquetado, en el cual a cada personaje que lo habita, le he asignado un rol! He construido un mundo en el cual conservo referentes fijos de mi infancia, juventud, de cada momento y cada persona que se ha asomado a mi vida… y de las que no, también!

Claro que no lo he hecho sola… me baso en actitudes que los otros han tenido hacia mi en el pasado. Pero justo eso: sus actitudes ya no existen más, ni yo soy la que era, ni ellos son los que fueron… Eso que fueron, es algo que ya no existe, es algo que habita en mi mente como un recuerdo, no tiene realidad alguna, o tienen la misma realidad que… un sueño! Eso, es solo un sueño. La vida entonces ¿es sueño? Me niego, digo no, yo estoy aquí, soy sólida, no me desintegro en el aire… ¿no? En efecto, por un microsegundo Universal, eso es verdad: la vida no es sueño, es instante. ¡Heráclito! …nunca podemos entrar dos veces en el mismo río, porque nuevas aguas corren tras las aguas. Ahora entro, salgo, de inmediato vuelvo a entrar: el agua que tocó mi cuerpo ya va lejos, muy lejos. Y no solo eso: mi cuerpo ya es otro, ya perdió células de la piel con tan solo rozar el agua… y yo soy otra, nuevas sensaciones me hacen pensar en nuevas cosas, he cambiado, no soy ya igual… ¿soy la misma? ¿O Cratilo?: el río ¿existe siquiera? ¿No “río” es acaso ese el nombre que le hemos dado al flujo incesante de agua que siempre está en perpetuo cambio? ¿No son nuestros conceptos meras etiquetas que requerimos para no caer en el vacío de la nada? ¿No son nuestras palabras una forma de asirnos a un pretil que nos permita encontrar fijeza, que nos de la sensación mínima de una cierta seguridad? Y entonces recordé un parágrafo de Nietzsche, mi amado Nietzsche:

“Cuando el agua tiene maderos para atravesarla, cuando existen puentecillos y pretiles sobre la corriente: en verdad, allí no se cree a nadie que diga: «Todo fluye»

Hasta los mismos imbéciles le contradicen. «¿Cómo?, dicen los imbéciles, ¿que todo fluye? ¡Pero si hay puentecillos y pretiles sobre la corriente!

Sobre la corriente todo es sólido, todos los valores de las cosas, los puentes, conceptos, todo el ‘bien’ y el ‘mal’: ¡todo eso es sólido!» -

Mas cuando llega el duro invierno, el domeñador de ríos: entonces incluso los más chistosos aprenden desconfianza; y, en verdad, no sólo los imbéciles dicen entonces: «¿No será que todo permanece - inmóvil?»

«En el fondo todo permanece inmóvil» -, ésta es una auténtica doctrina de invierno, una buena cosa para una época estéril, un buen consuelo para los que se aletargan durante el invierno y para los trashogueros.

«En el fondo todo permanece inmóvil»: - ¡mas contra esto predica el viento del deshielo!

El viento del deshielo, un toro que no es un toro de arar, - ¡un toro furioso, un destructor, que con astas coléricas rompe el hielo! Y el hielo - - ¡rompe los puentecillos!

Oh hermanos míos, ¿no fluye todo ahora? ¿No han caído al agua todos los pretiles y puentecillos? ¿Quién se aferraría aún al «bien» y al «mal»?

«¡Ay de nosotros! ¡Afortunados de nosotros! ¡El viento del deshielo sopla!» - ¡Predicadme esto, hermanos míos, por todas las callejas!

Existe una vieja ilusión que se llama bien y mal. En torno a adivinos y astrólogos ha girado hasta ahora la rueda de esa ilusión.

En otro tiempo la gente creía en adivinos y astrólogos: y por eso creía «Todo es destino: ¡debes puesto que te ves forzado!»

Pero luego la gente desconfió de todos los adivinos y astrólogos: y por eso creyó «Todo es libertad: ¡puedes puesto que quieres!»

Oh hermanos míos, acerca de lo que son las estrellas y el futuro ha habido hasta ahora tan sólo ilusiones, pero no saber: y por eso acerca de lo que son el bien y el mal ha habido hasta ahora tan sólo ilusiones, ¡pero no saber!”

La vida es aquí y ahora, es este instante en que escribo cada letra… ¡No! Es este instante en que tengo la intención de tocar con la punta de mi dedo una tecla para escribir una letra que forme una palabra para lograr un discurso que tú leas y creamos ambos que hay algo más que un sueño… La vida transcurre únicamente en el instante. Todo lo demás, el pasado y el futuro, solamente existe en mi mente… de manera muy similar a como existen los sueños: en mi mente. Todo lo demás, todo lo que no es “instante”, es como un sueño: tiene la misma consitencia que un sueño.

Hasta ahí voy, Kavindu. Ya casi, casi, casi, puedo decir: la vida es sueño.