Como las aves, como las nubes, como las olas: Neurociencia, budismo y Nietzsche

Con la mente sucede más o menos lo mismo que con todo: nos acostumbramos a verla de una cierta manera y creemos que así como es, es “normal”. Y entendemos por “lo normal” algo así como “lo natural” y por esto último, algo así como “lo bueno”: triple error. Como todo, la mente no “es”; deviene. Y eso quiere decir que todo el tiempo está en proceso de llegar a ser, de transformación constante. En eso se basa el "boom" que la neurociencia ha vivido en los últimos quince años, y que se ha dado a conocer como “el descubrimiento de la plasticidad neuronal”: nuestras neuronas también están en devenir. De ahí que la mente no tenga una forma de ser ni normal, ni natural, ni buena, sino que va adoptando diferentes formas de ser de acuerdo a la sociedad en la que vive y de acuerdo al desarrollo cultural de cada individuo. Las respuestas de la mente dependen, en pocas palabras, de la educación. ¡Ah, la educación! Bien ya lo dijo Platón: todo proviene de la educación y a la vez es resultado de ella.
Nosotros vivimos constantemente con una mente forjada al estilo holywoodense, y creemos que eso es lo normal. A este tipo de mentalidad también le podríamos llamar la mente “Romántica”, así, con mayúscula, para asociarla no al “romanticismo” bobo, sino al movimiento cultural llamado “El Romanticismo”. Retomando muy libremente una expresión del excelente texto "Cuando todo se derrumba", de la monja budista Pema Chödron, podríamos decir que el Romanticismo se basa en “echarle queroseno a las emociones” y exhibirlas al arder, para luego identificarnos plenamente con ellas. Pero estamos tan acostumbrados a ser así, que no nos damos cuenta de ello, creemos que ser así es normal, natural y bueno.
Sólo para poner un ejemplo, muy brevemente imaginemos el caso clásico de una ruptura emocional con la pareja. Se vive con ella por años, pero llega el día en que todo acaba. En lugar de vivir el acontecimiento con todo su dolor para luego dejarlo ir, el individuo suele vivirlo con todo su dolor para luego continuar echándole queroseno al mismo y continuar sufriendo. Ello culmina cuando el mismo individuo se identifica con ese estado mental y emocional y se define a sí mismo como “el abandonado” o “el que ha sufrido una ruptura emocional insuperable”: una sola de las múltiples características que pueden definirle como ser en el mundo, es mal interpretada y exagerada para luego pasar a ser la identidad personal. Mal interpretada, porque una ruptura de pareja implica un sinnúmero de situaciones, así como causas y efectos múltiples que nos impiden resumir todo en la simple idea de abandono. Y exagerada, por hacerla ocupar ese papel protagónico que parece darnos una identidad personal fija, por nefasta que ésta pueda ser. Como decía Nietzsche, preferimos creer en lo peor con tal de creer en algo. Preferimos una identidad espantosa, con tal de no asumirnos en devenir constante: no podemos con el devenir. Buscamos pretiles, algo fijo de lo que agarrarnos, pretiles a lo largo del río que corre sin cesar. Y al agarrarnos de cualquier manera el río nos arrastra, pero no libremente, sino agarrado de algo que nos hace rasparnos, lastimarnos: los budistas llaman a ese proceso Dukka, el dolor que produce ser arrastrado cuando uno va agarrado de algo
Grandes estudiosos de la mente desde el ámbito de la neurociencia, como Antonio Damasio, han llegado a conclusiones radicalmente similares a las que se puede llegar desde el ámbito de la filosofía de Nietzsche y de la psicología budista. No en balde grandes budistas, como Sangharakshita, se han acercado al pensamiento de Nietzsche, y grandes budistas, como el Dalai Lama, se han interesado activamente en la neurociencia. Tanto para el budismo como para la neurociencia, existe otra manera de lidiar con las emociones diferente a aquella a la que estamos acostumbrados. Esta última consiste en dejar que surja una emoción sin ser conscientes de que surge, como si ésta fuera algo no racional, para luego dejarla crecer y exhibirla arder. Para Damasio, detrás de esta forma de ser se encuentra la concepción del ser humano como un ser dual, un ser dividido entre su razón y su emoción. Y ese es otro error. Desde su fundamental y genial obra El error de Descartes, Damasio muestra cómo la emoción no es algo que se contraponga a la razón, sino todo lo contrario: la razón no puede existir ni ejercer sus aspectos benéficos, sin la emoción. La razón no es pura: está mezclada y requiere de la emoción. Sin esta última, la razón no es capaz de ejercer sus funciones más básicas, como ha sido demostrado desde el caso de Phineas P. Gage y de todos los Phineas de la historia.
Este individuo era un capataz de 25 años muy calificado y exitoso que trabajaba en la construcción de vías ferrocarrileras de Estados Unidos en 1848. En un accidente de trabajo que involucraba el uso de pólvora pisoneada con una varilla de metal, la pólvora explotó y la varilla salió proyectada hacia su pómulo izquierdo, perforó la base del cráneo y salió a toda velocidad por la parte superior de la cabeza. Insólitamente, Gage sobrevivió consciente a todo el accidente al grado de explicárselo con el cerebro abierto al médico que una hora más tarde lo atendió. Y no solo eso: Gage sobrevivió a la infección posterior, y sobrevivió para hacer saber a la humanidad qué sucede cuando un individuo pierde el lóbulo frontal del cerebro: sus capacidades motoras, así como las referentes al lenguaje y el razonamiento, no se ven afectadas en absoluto. El desastre lo vive, como lo vivió Gage, en el mundo emocional, lo cual le condujo al fracaso al aplicar las capacidades racionales a la vida diaria: labor imposible cuando el lóbulo frontal ha sido afectado. De ser un hombre líder, admirado por sus trabajadores y por sus jefes, Gage pasó a ser un pobre hombre incapaz de contralar sus emociones o de lidiar con el mundo.
Las emociones, pues, son necesarias para el proceso del pensar. Las emociones y los sentimientos que siguen a ellas no son “intrusos en el bastión de la razón”, dice Damasio, sino que se encuentran inmersos en ella, son parte de ella tanto para bien como para mal: ese es el descubrimiento fundamental que expone este reconocido científico, genial escritor, filósofo y neurofisiólogo en El error de Descartes y que sostiene también su libro sobre la neurociencia y la filosofía de Spinoza, en el cual expone porqué Spinoza tenía razón. Las emociones y los sentimientos, así como la regulación biológica que ellos implican a través de sus relaciones con el cuerpo, desempeñan un papel fundamental en el proceso de razonamiento.
¿Cómo razonamos, pues, desde la mentalidad holywoodense o Romántica, esto es, cuando creemos que lo “normal” es bañar de queroseno a nuestras emociones para luego dejarlas arder? Una mente que vive de esa manera la emocionalidad, afecta considerablemente su forma de razonar tanto como su manera de vivir. En palabras de Kavindu, otro monje budista interesado y hasta obsesionado con la neurofisiología actual, podríamos decir que en una primera instancia la mente aprende a atascarse en razonamientos que parecen remolinos en una corriente de agua. Para Kavindu esto implica dejar de fluir, y esto es gravísimo, pues como lo patentiza Damasio en su libro sobre Dascartes y como lo sabe la neurobiología actual, la mente que constantemente fluye y cambia de patrones, es una mente alegre, mientras que una característica de la mentalidad deprimida es su incapacidad para fuir, su constante fijarse en patrones mentales.
Decir que la mente Romántica vive atascada en patrones mentales repetitivos implica decir que vive atascada en sus propios laberintos. ¿Hay algo que permita salir de esos tortuosos laberintos? Aquí es donde viene al caso la psicología budista. Buda creía básicamente cuatro cosas: la primera, que la vida humana es dolorosa. No que la vida humana fuera únicamente dolor, sino simplemente que el dolor existe en nuestra vida. La segunda era su creencia en torno a las causas del dolor: no es pues que la vida “sea” dolorosa, sino que existen ciertas causas que hacen que la vida sea así. La tercera implica el señalamiento de estas causas: podemos conocerlas. Y la cuarta, si logramos conocerlas, es factible cambiarlas, de modo que existe una manera en que podemos vivir para dejar de hacer justo aquello que nos conduce al dolor. Todo budismo posible (¡y vaya que existen múltiples budismos posibles!) todo budismo, digo se basa en esas cuatro proposiciones, que son llamadas cuatro verdades básicas o “las cuatro nobles verdades”. Y sí que son nobles: su idea es que podemos simplemente dejar de sufrir.
Existe una metáfora que ejemplifica de manera muy clara todo lo aquí dicho: las cebras no generan úlceras. Duermen bien, comen lo que requieren y viven una vida pacífica. Hay algo que hemos perdido en el proceso de humanización: la tranquilidad. La cambiamos por estrés o Dukka, como queramos llamarle. Pero la tranquilidad y la estabilidad mental pueden recuperarse sin necesidad de renunciar a ser humanos. Imaginemos a la cebra: va pastando por la sabana, viviendo su vida plácidamente, cuando de repente de la nada sale un león. La cebra sabe qué hay que hacer sin necesidad de escribir un discurso filosófico: corre para salvar su vida. Corre, corre, su corazón se acelera y todos los músculos de su cuerpo reciben la señal cerebral y las sustancias producto de la descarga de adrenalina que son necesarias para correr. Si no logra escapar, hasta ahí llegó su vida. Si logra escapar, fluye en pocos minutos a un estado diferente. No se atasca en lo que sucedió, por traumático que haya resultado: no hay racionalidad que la atrape en discursos en tormo a lo sucedido, no hay quejas en torno a esa manía del león de querer comérsela, no hay resentimiento contra la vida, simplemente continúa viviéndola: las cebras, en efecto, como todos los animales que viven en libertad, no padecen estrés. Y todo parece radicar en dejar ir la experiencia vivida sin echarle queroseno a las emociones que ella ha hecho surgir.
Es claro que no somos cebras. Tampoco somos animales en libertad. El malestar de la cultura en que vivimos es el precio que hemos de pagar por poder escribir y decirlo, o por ser capaces de crear algo o de disfrutar una sinfonía de Mozart o la obra de Miró. La creatividad humana tiene un precio. Ah, sólo que éste es negociable: hay algo que podemos hacer para dejar de sufrir. Cuestionar la mente holywoodense o al menos compararla con la de las cebras, es ya tomar conciencia de ello. Podemos seguir siendo humanos pero aprender al mismo tiempo de aquellos otros seres que no se atascan en los dolores de la vida, sino que fluyen a otros estados de conciencia diferentes una vez que las circunstancias han cambiado. He ahí la clave: aprender a fluir junto con nuestras circunstancias. Dejar de crear diques e identidades que estancan el agua: somos río que fluye. Si pretendemos fijar nuestro sentido de ser en identidades acartonadas que se basan en situaciones que hemos vivido en el pasado, nos encerramos en nuestra propia mente. Y eso es lo que hace la mente Romántica o holywoodense: crea identidades basándose en emociones vividas, a las cuales ha incendiado previamente en queroseno…
Ya lo había dicho Nietzsche: hay una ligereza que no es la superficialidad. Remite más bien a la capacidad de volar, de cambiar de acuerdo al flujo de la vida misma, de no estancarse en ella, de no incendiarse en emociones repetitivas sino saber fluir, saber volar. “Que no construya su nido sobre un abismo quien no sea capaz de volar…” decía el filósofo. El problema, y en el fondo él lo sabía, es que no hay ningún otro lugar en donde construir el nido. Sepámoslo o no, todo nido es construido sobre un abismo: habitamos el abismo, no hay otro lugar a donde ir, aunque lo cubramos con mil máscaras: el cristianismo, el marxismo, el budismo: todas son diferentes maneras de habitar el abismo. Pero hay una manera lúdica y sana de vivir en los abismos: sobrevolándolos. Y para aprender a volar, hay que aprender a reír y a dejar pasar la vida en su flujo inevitable y natural. Ni empujar al río ni ponerle diques en el camino: panta rei, diría el griego Heráclito: todo fluye. Y wu wei, diría el chino Lao Zi: no hagas nada ante ello, simplemente aprende a fluir como lo hace el río en su curso, como lo hace el viento, sí: aprende a fluir como las aves, como las nubes, como las olas.
A eso se aprende cuando se practica la meditación budista. Por eso meditar, hace feliz al meditador. Una vez un alumno le preguntó a Kavindu: ¿Cómo sabes tú que un alumno va por buen camino? Él respondió: “Pues es difícil, ¿no? Esto es: ¿cómo saberlo? Aunque hay indicios, yo diría que se vuelven más ligeros…” Si: meditar te pone alas, te hace feliz. Terminas por ver que puedes disfrutar de la misma vida que antes te parecía un tormento, esto es: casi cualquier vida puede ser un tormento. Y casi cualquier vida puede ser motivo de agradecimiento y de contento. Aunque el verdadero iluminado, quitaría de ambas oraciones la partícula “casi”. Se medita para aprender a vivir cualquier vida posible, no la vida ideal. Se medita para aprender a ser feliz. Y si aparte de ello existen otros beneficios, pues… bienvenidos sean! Meditemos pues, meditemos ya. Y tengamos prisa por hacerlo, como quien no posterga el tomarse una medicina que sabe que le curará de un fuerte mal. Meditar, cura.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Bonito texto, Paulina. Puedo decirte que la mente, es una pequeña, pero importantísima parte "de nosotros". La mente nunca nos deja en paz, está siempre atormentando o elevando el ego. Aún en la meditación cuando logras callarla y estás en silencio, no le gusta y vuelve con su aburrida rutina de siempre. Es una lucha constante. Y sí, la meditación cura, aunque no llevo unos pocos meses practicándolo, puedo decirte que en verdad es una buena medicina y más que medicina, siento que ese es el estado natural del ser humano, por eso el cuerpo físico y energético se sienten tan bien, agusto en tal estado.

Luz y amor

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