Hacer de lo ordinario, algo extraordinario.

Recientemente asistí a un maravilloso congreso sobre filosofía comparada, en el East West Center de la Universidad de Hawai’i. Regresaba a México agotada, pero muy contenta: mi conferencia estuvo por lo menos a la altura, y hasta el “mero mero” me dijo “I’m impressed at the quality of your work”. “¡Ja!” Sentí. “¡Ja!”: ¡Me sentí feliz! Regresaba pues satisfecha de la experiencia de haber estado en Hawai’i, de haber conocido la música de Iz, de todo lo aprendido tanto en el ámbito académico como existencial.

En eso pensaba cuando se escuchó la voz del capitán: regresaríamos a Honolulu por problemas técnicos. La gente quedó en un silencio absoluto. Unos segundos después el avión giraba de regreso, y el capitán volvió a hablar: “Es posible que el avión pase por fuertes turbulencias, y que se sientan fuertes vibraciones, no se alarmen”. Eso ya nos alarmó un poco más. Las sobrecargos comenzaron a verse nerviosas. La gente les decía que tenían conexión con otros vuelos, querían saber qué sucedía, y ellas solo decían “I’m sorry, there’s nothing we can do”. Comenzaron también a hacer cosas tontas, iban y venían de un lugar a otro, y nos preguntaban, de manera individual y con una sonrisa exagerada, si queríamos algo, si teníamos hambre, si estábamos bien… Pobres, ¿qué podían hacer?: algo fallaba en el avión y estábamos en medio del Atlántico.

Comenzaron entonces las turbulencias. Las sobrecargos se sentaron con sus respectivos cinturones de seguridad. Evidentemente no eran turbulencias; eran vibraciones bastante raras… el avión estaba fallando. Comencé a respirar hondamente, tratando de no tener miedo, pero sí lo tenía. Y me pregunté: ¿Así será como acabe todo? ¿En un avión en medio del Atlántico? Me calmé pensando que la vida ya me había dado mucho. Si así será el final, pensé, pues así será. Y traté de recordar lo mucho que he vivido… el amor de mis padres, los dos hijos que la vida me dio, en el amor tan grande que he sentido por ellos, sus manitas cuando eran bebés, sus juegos y sus risas, su crecimiento, su ya comenzar a volar por cuenta propia… no está mal, pensé. La vida me ha dado mucho. Lamenté el dolor que podrían sentir ellos, y mis padres, y mi esposo, mis hermanos, mis amigas, mis alumnos… mi padre me había insistido mucho en que me cuidara, nunca lo había sentido tan temeroso y aprensivo… pensé en él… y me dolió pensar el terrible dolor que sentiría si no regresaba.

Durante esa hora y media de regreso a Honolulu me dediqué a estar en paz respirando hondamente. Si esto va a explotar, o a caer, o a lo que sea, pensé, prefiero estar lo más posible en paz. Quizá lo más desagradable fue el aterrizaje: ahí se hizo evidente que uno de los dos motores estaba mal. El avión se ladeaba más y más, se tambaleaba de un lado a otro. Cerré con fuerza los ojos, agradecí la vida, esperé que todo fuera lo mejor posible y me dije: ahí vamos.... No fue el mejor aterrizaje de mi vida, pero el querido capitán lo logró. Fue impresionante cuando nos vio bajar del avión; nos veía como un profesor de Kinder ve a sus pequeños, con amor y con orgullo: estaba muy conmovido. Era como si al ver a cada uno de sus pasajeros, se dijera a sí mismo: te he salvado. Yo sentí un nudo en la garganta, crucé la mirada con él y le di las gracias. Se veía agotado.

La tarde de ese día la pasé en la playa, viendo el mar, el cielo; me dediqué a sentir la arena, tan suave como nunca la había sentido, ¡qué suave es la arena! Me recosté a la orilla del mar, jugué con las olas como hacía muchos años no había jugado, me compré en la playa un vestido sencillo que me pareció hermoso, comí mariscos que sabían a gloria, las palmeras se veían tan verdes, el cielo tan azul, las nubes tan blancas, la gente tan hermosa, todo parecía tener un acento especial, como si fuera nuevo, como si… ¿Como si hubiera vuelto a nacer a un nuevo mundo? ¿Como si me hubiera sido concedida una nueva oportunidad?

Al día siguiente tomé el mismo vuelo, a la misma hora, con el mismo capitán. Así fue como la línea aérea nos recolocó y no había de otra. Tardamos una hora antes de despegar, no se nos dijo más que había que esperar… mi mente se veía arrastrada por un torrente de historias catastróficas, pero me descubría a tiempo y daba la vuelta a la hoja. Despegamos sin problemas, y ya de regreso, una vez que comprobamos que no habría más fallas técnicas, me di cuenta de algo que me pareció muy importante y que me motivó a escribir este pequeño texto.

Creo que vivimos cada día con una sensación lineal del tiempo, que nos hace creer que hoy es la continuación de ayer. Y no es así. Cada día es como haber sobrevivido a una falla técnica en un avión en medio del Atlántico. Cada día nos es concedida una nueva oportunidad. Podríamos morir de cualquier nimiedad, en cualquier momento. Un accidente, una enfermedad, una falla cardíaca, un acto de violencia, qué se yo… pero no: cada día el avión sale adelante y tenemos una nueva oportunidad, nueva: NO ES un día más que prolonga el día anterior. No es un día más que prolonga la vida anterior. Es una nueva oportunidad de hacer algo por una misma, por los demás, por la vida.

Eso es lo que siento ahora: ¿qué quiero hacer con esta vida que me ha sido concedida una vez más, que me es concedida a cada segundo, una vez más? No quiero vivirla con la sensación lineal del tiempo, quiero vivir cada instante ordinario de mi existencia de manera extraordinaria. Hoy no hice más que eso: jugué con mis perros, platiqué con mi hija, corté los papiros viejos de mi jardín, acomodé los nuevos. Pero corté papiro por papiro, con mucho cuidado. Acomodé papiro por papiro, con todo mi empeño. Los regué, les quité las hojas viejas. Me dediqué a hacer ese tipo de cosas ordinarias, con esa sensación de que la vida es algo extraordinario.

Eso es lo que quiero que sea mi vida. Siempre creí que vivir era cuestión de hacer cosas extraordinarias. Tener grandes proyectos, grandes amigos, grandes pensamientos, grandes aventuras, vivir al máximo las grandes experiencias. No, no es verdad. Hoy recordé unos versos de Serrat que dicen:

Supe que lo sencillo no es lo necio,
que no hay que confundo valor y precio,
que un manjar puede ser cualquier bocado
si el horizonte es luz y el rumbo un beso.

Pero creo que el horizonte sólo puede ser luz cuando el amor por la vida no es algo abstracto, sino un verdadero compromiso con ella. Y que el rumbo solo puede ser un beso cuando eres tú quien se ama a sí misma. Mi amiga-hermana Rebeca escribió sobre eso alguna vez y decía: hay que beber de las propias aguas como si fueran sagradas. Vivir tiene que ver más bien con ese sentimiento de la sacralidad de la propia vida, que es lo que puede llevarnos a hacer extraordinario lo ordinario. Para ello creo que hay que entregarse a cada instante con paciencia y con amor, y comprender que somos un avión cuyo vuelo tarde o temprano acabará. Quiero vivir esta vida ordinaria, ya no quiero ni grandes proyectos ni grandes experiencias. Quiero simplemente encontrar lo extraordinario de esta vida que me ha tocado vivir, y agradecerle a la vida, tanta vida. Quiero hacer de esta vida ordinaria, una experiencia extraordinaria: encontrar lo extraordinario de cada ordinario momento de mi vida… espero lograrlo!

De la República de Weimar a Disneylandia

Esto de tener vacaciones es una ma-ra-vi-lla. Porque mientras trabajo, nunca tengo tiempo de hacer esto. Escribir. Tengo que hacer lo que hay que hacer… qué horror, pero ¡fuera esos pensamientos! ¡Son vacaciones!

…de manera que recientemente, leyendo acerca del así llamado “sinonietzschenismo”, me topé con una idea que comprendí de inmediato como un concepto perfectamente claro: la vulgarización de Nietzsche. En el escrito que apaciblemente leía, David A. Kelly analiza la idea de Alan Boom (The Closing of the American Mind), acerca de cómo las ideas de Nietzsche, en manos de sus seguidores norteamericanos, han vulgarizado todo su pensamiento. El terror vulgarizado se convirtió en mero “stress”, y la dimensión trágica se perdió: “El nuevo estilo de vida americano se ha convertido en la versión Disneylandia para toda la familia de la República de Weimar”.

Ja ja ja! ¡La versión Disneylandia de la República de Weimar! Y como son vacaciones me puedo reír un buen rato de esa noble puntada y platicarlo con ustedes así, descalza. Aunque luego me entristezco: en verdad ha habido una vulgarización tremenda del pensamiento de Nietzsche. Ya les contaba del congreso pasado, en el que cientos y cientos asistían… pero no perdamos el hilo. Continuemos.

Resulta que este David Kelly encuentra su versión sinonietzscheana de la idea de Bloom: la apertura mental china implica una americanización. ¡No! ¡Plis! ¡Cuéntenme algo que no sepa! ¿Qué o quiénes han resistido la brutal norteamiracanización mundial? El elogio de la sombra de Tanizaki es un Requiem por la cultura japonesa en manos de la decadencia gringa… you know what I mean? Y aquí pues basta con salir a la calle o con ver lo que comemos y lo que sale en la TV para saber que we are family… you know!!

Bueno, basta de ironía. Sigamos.

La cosa es que la vulgarización de Nietzsche en China o en Rusia o en donde se les de la gana, remite a las obras literarias en que se abusa de su pensamiento. Por ejemplo, la novela Sanin, del novelista ruso Artzybashev, de principios de siglo. Si: no hablamos de cualquier vulgarización sino de una que paradójicamente podríamos llamar “la vulgarización culta de Nietzsche”.

Lo que a mi modo de ver ha sucedido es que esa vulgarización “culta”, a abierto las puertas a la barbarie. Los que tienen acceso a esa vulgarización culta comienzan a difundir el pensamiento de Nietzsche ya desfigurado, y así comienza a caer la bola de nieve. Mientras más cae, más nieve recoge a su paso… y la vulgarización crece y crece hasta llegar a… ¿Lo digo? Hasta llegar a congresos masivos a los que asisten cientos y cientos y nadie entiende nada, aunque todos creen que entienden todo.

Nietzsche no se merece eso. Dejó el ámbito universitario por considerarlo demasiado vulgar. Creyó que la filosofía necesita silencio, reposo, largas caminatas… y mírenlo no más. Después de ese nivel de vulgarización, pues ya solamente queda escuchar cómo Nietzsche es citado fuera de contexto, esto es, descontextualizado, en programas de tele baratos, en periódicos, radio, y hasta en anuncios comerciales…

Cuando la filosofía va a la calle no es para que cientos crean que entienden todo, sino para explicar cuestiones muy elementales a quienes desean escuchar con la humildad propia de la “Docta ignorancia”. Esa es la idea, no otra. No debiera ser otra.

Me escribió Giuliano Campioni sobre el pasado escrito de este blog: “Boh: per tutti e per nessuno. Chi sa?”. Y ahora yo pienso: ¡Si! Giuliano, das en la clave; he ahí el problema. Nietzsche lo supo, su pensamiento aparentemente es para ser comprendido por todos, pero ninguno lo puede comprender cabalmente. Es oscuro, huidizo, metafórico, simbólico. Cuidémosle, protejámosle de los que David Kelly llama “la vulgarización” de su pensamiento. No lo permitamos más. Hoy más que nunca, nunca, nunca más.

El reciente congreso sobre Nietzsche

Hace unos meses, me llegó de España -concretamente de dos queridos amigos; Diego Sánchez Meca y de Luis de Santiago- una invitación para participar en un congreso sobre Nietzsche, en México. Cosa curiosa, pero acepté sin dudarlo. Ya cercano el evento, supe que lo financiaba un empresario mexicano. Cosa curiosa: acepté ya dudando un poco...
Debo decir que no me arrepiento. El evento reunió a nietzscheanos de la talla de Guiliano Campioni, Andrea Orsucci, Germán Meléndez, Sergio Alberto Sánchez, Jaime Aspiunza, Marco Brusotti y varios más. Fue un privilegio. Trabajamos mucho: de nueve de la mañana a nueve y media de la noche: fue bastante pesado. Pero en los pocos ratos libres, reímos como locos y hablamos más.

Sólo con una espina me quedé. Por eso escribo esto.

Veamos. En pocas palabras, el evento fue masivo: asistieron cientos de personas. Quien conozca un poco de la filosofía de Nietzsche no requiere saber más: esa es la espina. Nietzsche es un pensador peligroso porque aparentemente cualquiera puede leerlo y CREE que lo comprende. Cree que se le cuenta una historia al leer, por ejemplo, el Así habló Zaratustra. Sin embargo, como bien lo hizo notar Martin Heidegger, a Nietzsche se le comprende únicamente cuando se le contextualiza al interior de una muy compleja historia de la filosofía. Imposible comprender a Nietzsche sin conocer a Heráclito, a Platón, a Spinoza, y qué decir de Kant y Schopenhauer.

Con base en lo anterior me pregunto: ¿quién de esos cientos comprendió algo de lo ahí dicho? Por supuesto entre esos cientos habían estudiantes, y ellos habrán comprendido. Pero había también muchas personas que no tenían ni idea de la filosofía. Pregunto: ¿les hace bien escuchar hablar de un filósofo y creer que lo comprenden? Yo creo que no. Yo creo que el tipo de cultura que hay que llevar a la calle debe darse de otra manera, con otro tipo de eventos. Creo que esa banda de filósofos que vinieron del extranjero, debería de haberse aprovechado de otra manera.

A nuestro país le hace falta en efecto eventos culturales. Pero no de este tipo: no eventos masivos en los que especialistas expongan el pensamiento de un filósofo. En dado caso el evento “La filosofía a las calles”, organizado recientemente por los mismos alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, resulta bastante más provechoso: se elige un problema, y se analiza desde diferentes perspectivas por tres o cuatro estudiosos de la filosofía.
¿Qué pasó, pues? Bueno, pues que el empresario que trajo a esta banda fue el que decidió hacerlo masivo. Sánchez Meca solo organizó la cuestión académica, no determinó a quién iba dirigido el evento.

En lo personal, en lo estrictamente individual, me congratulo por haber participado. Lamento por supuesto la ausencia de colegas nietzscheanos de la Facultad que perfectamente bien, podrían haber participado. Pero en el ámbito personal no puedo más que decir que me siento afortunada. Y no tanto por el trabajo duro, sino por lo que acontece en los “entres”. Esos momentos breves en que cenas o comes, o cuando te transportas de un lugar a otro. La sobremesa de la noche, por ejemplo, cuando ya no hay que salir corriendo al evento, en fin: escuchar a Campioni contarme la historia de Colli y Montinari en la camioneta de camino al evento, con Sergio como traductor del particularísimo italiano de Campioni, o platicar con Diego sobre filosofía comparada, o recitar poesía en voz alta con Sergio después de cenar con un par de tequilas, o pseudo-cantar ópera con Guiliano… caray, fue maravilloso.

Solo me queda esa espina: ¿Qué hubiera dicho Nietzsche al ver su pensamiento expuesto ante masas compuestas por personas que en realidad no comprenden de qué se está hablando? Prefiero ni pensarlo.

Mi adorada amiga, colega y hermana, Rebeca Maldonado, me ha dicho: hagamos nosotras un evento como debe ser: con la gente de la Facultad y por supuesto, los invitados extranjeros, y nuestros estudiantes y los de provincia como asistentes. Pero no masivo. Yo le he tomado la palabra. Tendremos que ponernos a trabajar en ello. Y con todo, a pesar de la espina, me quedo agradecida por esta experiencia: no puedo más que sentirme afortunada y feliz.

Marito

Todos le llamábamos “Marito” porque era el mismo nombre tanto de su padre como del patriarca de la familia, el mitológico tío Mario al que nunca conocí. Aquel viejo tío tocaba el violín y algo muy especial debió haber tenido para ser el patriarca de dos familias diferentes, cosa que de niña no comprendía muy bien. Él había tenido dos esposas… de modo que existían dos familias Rivero, que nos llevábamos bastante bien y del enredo aquel al menos yo no tenía mucha conciencia. Gloria, una de sus múltiples sobrinas, al parecer, se casó con un individuo que trabajaba en Pemex de Salamanca en donde vivieron con su hijo Marito, mi primo.
Al haber fungido como mi madrina, la tía Gloria sentía por mi un especial afecto. De modo que cuando visitaba la ciudad para saludar a mis padres y abuelos, solía llevarme algún regalito. Recuerdo en particular una cajita que al abrirse mostraba varias cajitas... o aquella otra azul ovalada, decorada con dibujos de Peter Pan: cuando me acabé las galletas que contenía, la guardé por muchos años. Las visitas de mi tía Gloria eran por demás atractivas y lo eran por más de una razón. Primero, porque era una mujer extraña: decía que podía ver el aura de las personas y que la virgen María se le aparecía y le hablaba. Yo siempre le pedía que me describiera mi aura, eso me hacía sentir muy interesante. Pero la verdad es que hoy pienso que mi tía era una de esas personas que todo lo remediaba dividiendo al mundo en dos bandos: uno correspondía a Dios y como tal era completamente bueno. El otro, evidentemente, correspondía al diablo y era absolutamente malo: no había matices ni colores, era un mundo tan mágico como pobre e inexplicable y todo en él era blanco o negro. Ella, sobra decirlo, se consideraba a sí misma parte del blanco bando divino de “nuestro señor”, así le llamaba al líder de su bando.
Pero había otro motivo que hacían interesantes sus visitas: Marito. ¡Cómo jugábamos!: sin parar, como sabiendo que esas eran horas contadas por año. No había tiempo que perder, había que hacer todo en unos instantes. Primero al llegar nos abrazábamos brincando y gritando de alegría por vernos otra vez, luego, a mostrarle mis juguetes nuevos: él nunca comprendía porqué me emocionaban tanto esos pequeños juegos de té del mercado, o mis muñecas con guardarropa propio… nos peleábamos, nos contentábamos: todo lo que entre hermanos sucede en un año, nosotros teníamos que vivirlo en una o dos tardes. Corríamos a comprar dulces a la tiendita de la esquina, veíamos algo de tele, no mucho pues el tiempo era sagrado… bajábamos escaleras como caballos desbocados, en fin: ver a Marito era entrar en una verdadera euforia que me dejaba agotada.
Con el tiempo Marito creció y entre él y mis hermanos comenzaron a jugar diferente. Tiraban mi osito por la ventana, desvestían a mis muñecas y se reían de ellas, y en general la brusquedad de sus juegos comenzó a molestarme. Y con todo, yo seguía esperando con gusto su llegada. Porque si bien con mis hermanos parecía un bruto más, cuando estábamos a solas éramos muy felices. En una de esas ocasiones Marito pegó en mi alcancía una calcomanía del América. Yo no sabía nada de futbol, pero era evidente que Marito trataba esa calcomanía de manera similar a como mi nana trataba su estampita de la virgen de Guadalupe. La calcomanía representaba a un jugador con el uniforme del equipo, pero su cabeza era el mundo, en donde se veía el continente americano. He conservado esa enorme alcancía por décadas enteras, tan solo por la calcomanía que Marito dejó pagada en ella.
Mi tía tuvo un nuevo bebé; Manolito, quien pasó a ser la adoración de mis tíos. Aun viendo que el nuevo crío estaba exageradamente mimado, nunca se me ocurrió pensar cómo viviría Marito esa situación. El tiempo pasó, mi madrina dejó de visitarnos y a lo lejos supimos que Marito, siendo ya un joven adolescente,  le daba muchos problemas a sus padres. Luego supimos por mi tía Gloria que no, que eso no era verdad, sino que realmente a Marito se le había metido el mismísimo diablo... la realidad es que Marito desaparecía de un lugar y aparecía en otro, y no por el diablo ni a magia alguna: mi primo adorado comenzó una vida errante, de casa de unos tíos a casa de unos amigos, y de casa en casa en ningún lugar parecía estar bien. Hasta que Marito definitivamente desapareció.
Fue entonces cuando yo comencé a sentir nostalgia por mi primo... debería tener unos 14 años. Comencé a indagar y nadie sabía nada. Y yo sentía que era imposible que Marito estuviera perdido por siempre sólo dios dónde. Y ¿vivo o muerto? Un par de meses después alguien finalmente me dio una pista: se había enrolado en el ejército. Decidí buscarlo y lo hice: tomé un camión al Campo Militar Número 1 e ingresé en él. Llevaba todas mis identificaciones y me había vestido lo menos atractiva posible, pues mis amigos me habían advertido sobre los peligros de ingresar al Campo Militar en esa época... apenas unos años después de 1968. Yo estaba consciente de ello y sabía que no sería fácil dar con él. Era buscar una lágrima en el mar. Y comencé a hacerlo: “Busco a un soldado que se llama Mario Fernández” le decía a cuanto soldado encontraba, mostrándoles una foto del niño sonriente. Muchos no sabían nada, se albureaban entre ellos, “ahí te hablan”… otros con amabilidad me decían no saber quién era. Fui de un lugar a otro. El Campo Militar número 1 era enorme, parecía toda una ciudad. Hasta que por fin un soldado me condujo a unos establos, y me dijo “ahístá”.
De entrada no comprendí nada. Ahí solo había un caballo café y un muchacho moreno muy delgado y sucio, lavándolo. Y entonces lo vi: era Marito. Sus mismos ojos, que nunca supe si eran verde claro o azul agua, no había duda: era Marito. Lo recuerdo perfecto: tenía en la mano un cepillo de cerdas de color claro. Es extraño que de un recuerdo tan fundamental, lo que quede grabado sea algo tan nimio como el color de las cerdas de un cepillo. Marito me vio y se acercó. El soldado que me llevaba le dijo “tienes visita” y a mí me ordenó entrar al comedor, seguida de él… "mi primo Mario disfrazado de soldado"... esa éra mi sensación. Pero no. Entré al comedor inmenso, oscuro, lúgubre. Las mesas y las bancas eran largas, enormes, de madera oscura. Me senté sola, pensando cómo se vería ese inmenso lugar ahora vacío, habitado por cientos de soldados. Marito entró y se sentó. Se quitó la gorra que llevaba puesta estrujándola entre sus manos, me miró y lo único que me dijo fue: “¡Prima!” Solo eso: ¡prima! Yo no sabía qué decir, estaba muda. Cuando pude articular una palabra, lo único que se me ocurrió decirle fue: te vine a buscar. “Si” dijo él. Era extraño, no sabíamos hablarnos como cuando éramos niños. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba Marito, mi primo adorado? Tras un prolongado silencio decidí hablarle al Marito que conocía, y lo único lógico para mi fue decirle: ¿Qué haces aquí?. "Pues nada" me dijo: "he estado mal, muy mal. Y pues aquí estoy menos mal". ¿Lavas caballos? Le pregunté. "Si, cuando me castigan..." sonrió: "Hoy estoy castigado." No pregunté porqué. Pero no era como cuando mi abuela nos castigaba a ambos por acabarnos todas las galletas de la despensa. Entonces era un regaño y a la media hora todo estaba olvidado. Aquí todo era duro, áspero, oscuro, y su cara parecía como marcada por un dolor de años. ¿Cuándo vienes a la casa? le dije. "Voy a ir pronto, prima. Me voy a portar bien, para que me dejen salir. Ya voy a ser bueno, prima, te lo prometo." Dejé el Campo Militar número 1 con una extraña sensación de enojo, dolor e inquietud. ¿Cómo serían sus noches? ¿No le daba miedo dormir ahí, como cuando éramos niños y temíamos a la oscuridad? ¿Platicaría quedito con alguien, como cuando de niños ambos dormíamos con mi abuela?
Marito debió de haber cumplido su promesa, porque un buen día llegó a casa. Luego comenzó a ir más seguido y a mi me daba casi tanto gusto como miedo. Ya no podíamos correr bajando las escaleras como potros desbocados, ya no podíamos jugar como antes... ¿qué hacer? Nos sentábamos en la biblioteca de la casa a escuchar canciones de un cantautor brasileño. Pero no era igual: yo me sentía bastante incómoda. Platicábamos a retazos. ¿Te acuerdas de esto? Si, me acuerdo... ja, ja, ja... Y silencio. Entonces Marito me decía: "Voy a ser mejor, prima, voy a reformarme, te lo prometo". Y yo: Si, tú vas a poder. Y silencio. Una vez el disco que puse tocó una canción erótica: decía algo así como “los botones de la blusa que tu usabas y que desorientada desabrochabas: eso es amor y amantes están y las ropas todas por el piso están, brazos que se abrazan, bocas que se besan, palabras de amor...” Entonces Mario lo hizo: me pidió permiso para darme un beso. Me quedé helada y dije si. Pero no me moví un ápice. Me quedé tiesa como una estatua. Él besó mi mejilla y yo sentí mucha vergüenza. No comprendía qué sentía: sabía que era mi amor por mi primo junto con el dolor de ver su vida deshecha, era comprender y sentir su deseo y no saber nada del mío: era más sencillo cuando éramos niños y jugábamos. Entonces Marito sacó de su bolsa un libro que se llamaba “La voluntad de poderío” y me dijo: toma, tú vas a saber usarlo mejor que yo. Es un libro de filosofía. Si algún día estudias eso, como dices que quieres, ta podrás acordar de mi". El autor era un tal Nietzsche, la portada decía "Ediciones EDAF", pero yo era muy chica para interesarme por un libro con un nombre tan raro escrito por un autor tan extraño.
Nunca más lo volví a ver. Cuando su padre vino a casa por última vez, yo tendría ya unos 16 años, y me dijo que a veces las primas somos amores imposibles. Me quedé turbada. No le contesté nada. Me dieron ganas de llorar, de golpearlo, de reclamarle la vida de Marito, de mi Marito, pero solo me quedé muda y me encerré en mi cuarto a llorar. Más tarde supe que Marito estaba en las Islas Marías... ¿Sería verdad? Ya Marito era un ser mitológico sobre el que todos sabían algo y nadie sabía nada. Nunca supe más de él.
Desde entonces cuando pienso en él, no puedo evitar hacerme la misma pregunta: ¿estará vivo o muerto? No lo se. Sólo en las tinieblas de mis recuerdos sigue pegada la boba calcomanía del América y los grandes ojos verdes de Marito siguen pareciéndome luminosos junto a su piel morena. Marito mi primo, Marito mi hermano, perdido por siempre sin que yo pueda hacer nada para volver a verlo jamas.
Ahora cuando enseño Nietzsche en la Facultad de Filosofía y Letras, les pido a mis alumnos que no compren ediciones EDAF, pues son muy malas traducciones. Les explico que La voluntad de poderío de EDAF realmente es la agrupación de una serie de fragmentos póstumos, en fin… pero yo mantengo en mi librero mi edición EDAF, con su cuestionable título: "La voluntad de poderío". Cuando lo veo en la estantería, siento que mi vida se parece a una balsa que avanza y conforme lo hace, va dejando atrás a tantos seres amados... y en ocasiones en sueños me atrevo a voltear la mirada hacia ellos, hacia donde creo haberlos perdido y grito sus nombres, esperando escuchar alguna respuesta que me indique que están bien, que están lejos de mi, pero que están bien...
De Marito casi siempre escucho su recuerdo, acaso su risa, su piel morena, su mirada del color del agua… y si tengo suerte, escucho su voz, que como viejo eco de su presencia, en mis noches a solas, se apaga.