Apología de la decepción

De vez en cuando todos nos idiotizamos de manera libre y voluntaria. Hay quienes hacen crucigramas, quienes tejen bufandas que nunca se usarán, o quienes se drogan o emborrachan. A ellos por lo general se los lleva el diablo… Yo a veces me idiotizo poniendo una película o una serie en el televisor. No veo tele abierta porque eso es ya demasiado para mi hígado. Entre las series que he conocido, solo he seguido Los Tudor, Roma, Lie to me, Boston Legal y Dr. House.

Esto viene al cuento porque en un capítulo reciente de mi programación personal, House le dijo a Wilson: “La decepción es el enojo de los débiles”. Yo paré la oreja porque me sonó mucho a Nietzsche, aunque no puedo recordar si en verdad él lo dijo. Alberto Constante me había comentado que entre los guionistas de House hay un par de filósofos, de modo que la frase podría en efecto haber salido de la pluma de Nietzsche o de algún otro pensador.

“La decepción es el enojo de los débiles”. ¿Será? Veamos. Una vez que se ha intimado con Corominas, no se puede consultar el famoso, ñoño e insulso Diccionario de la Academia, por favor… Corominas, Corominas über alles! Pero esta vez me perdí un poco… comencé a buscar y llegué a la idea de “derrumbamiento” y “desmoronamiento”. Dicha palabreja ya existía en 1464 y parece venir derivada de “herrumbre”: “cuando algo se desmigaja o se desmorona como la herrumbre”. Corominas habla de un derrumbe ejemplificándolo “cuando la tierra se desmorona por efecto de la humedad”. Derivado de esta idea de “derrumbarse” se habla de “descerrar” cuando un cerro se desgaja.

Ya comenzaba yo a tocar una simplísima canción de organillero extraída de esa compleja sinfonía del Corominas, y pensaba: “Ah, eso es decepcionarse: ver caer, ver desempeñarse a alguien a quien tú habías colocado en la cima…”
Pero ¡no: y no, y no , y no!: algo no me dejaba en paz. Y como ya se que esa intuición que tengo no debo dejarla de lado, pues seguí. Me di cuenta de un error en mi búsqueda: Corominas me mandaba a… ¡concebir! Qué locura. “Decepción” emparentada con “concebir”. ¿Será que una decepción es como un “desconcebir” a alguien o algo? Corominas dice que en latín, deceptio quiere decir “engaño”. Ha ahí una pista: una decepción sería en efecto dejar de concebir a alguien como algo que no es: descubrir el engaño. El engaño que esa persona montó, o que, como es más usual, una misma montó para sobrevivir. La decepción conlleva no poder engañarse más y por lo mismo tener que “desconcebir” a la persona como aquella que se le concebía. En ese sentido mi primera intuición no era del todo inadecuada: decepción es cuando una persona se cae del lugar en que la habías colocado al no poder concebirla ya como aquella persona que te hiciste creer que era. Ese ser inventado, concebido por ti, se desgaja como tierra mojada, se desmorona como herrumbre hecha polvo, se “decerra” como un cerro que se viene abajo.

Eso no tiene porque crear necesariamente enojo. Cuando ves caer a alguien de su pedestal es porque ya no puedes engañarte más. Ya no puedes idealizarlo más, ya no lo puedes concebir como se te da la gana, como lo requieres para poder estar enamorada o para poder al menos amarlo… o ya de perdida, al menos quererlo o por lo menos… ¿respetarlo? Cuando ya no puedes concebir a un individuo de tal manera, el engaño se acabó. El enojo es difícil de manejar porque suele pasar inadvertido que el enojo es contra uno mismo: “¿Porqué me engañé de esta manera?” Cuando no captamos que estamos enojados con nosotros mismos, podemos arrasar con los demás y el enojo sigue presente y camina tan campante…

La decepción, pues, conlleva enojo, pero enojo para con una misma por haberse equivocado y concebir tan erróneamente a alguien. Una vez descubierto ese ardid, es más fácil manejar la decepción. Porque entonces una puede darse cuenta de que hay que concebir a la persona de otra manera, y puede incluso preguntarse qué necesidades personales le condujeron a una a concebir tan erróneamente a una persona. Si una descubre esas necesidades, ya va de gane: puede encontrar otra forma diferente de satisfacerlas que no sea concebir erróneamente. Que no sea buscarle chichis a las gallinas, pues no las tienen por más que una se empeñe en concebir un mundo al revés.

La decepción puede ser entonces un día de fiesta: ¡luz y agua fresca en un mundo de podredumbre y oscuridad! La decepción es el aviso de que por fin podemos ver algo tal y como es. Eso, después del enojo, conlleva la autocomprensión y hasta la ternura para con una misma al comprender las necesidades latentes que condujeron a esa errónea concepción y su hermana gemela, la decepción.

Ergo, Dr. House:
La decepción no es el enojo de los débiles. La decepción es una venda caída de los ojos. El poder ver. La alegría de un nuevo descubrimiento. El inicio de una nueva vida.
Una mirada herida por la luz requiere tiempo para acostumbrarse. Pero lo logra. Con el tiempo, siempre lo logra.

La decepción anuncia el advenimiento de una nueva verdad.

Como las aves, como las nubes, como las olas: Neurociencia, budismo y Nietzsche

Con la mente sucede más o menos lo mismo que con todo: nos acostumbramos a verla de una cierta manera y creemos que así como es, es “normal”. Y entendemos por “lo normal” algo así como “lo natural” y por esto último, algo así como “lo bueno”: triple error. Como todo, la mente no “es”; deviene. Y eso quiere decir que todo el tiempo está en proceso de llegar a ser, de transformación constante. En eso se basa el "boom" que la neurociencia ha vivido en los últimos quince años, y que se ha dado a conocer como “el descubrimiento de la plasticidad neuronal”: nuestras neuronas también están en devenir. De ahí que la mente no tenga una forma de ser ni normal, ni natural, ni buena, sino que va adoptando diferentes formas de ser de acuerdo a la sociedad en la que vive y de acuerdo al desarrollo cultural de cada individuo. Las respuestas de la mente dependen, en pocas palabras, de la educación. ¡Ah, la educación! Bien ya lo dijo Platón: todo proviene de la educación y a la vez es resultado de ella.
Nosotros vivimos constantemente con una mente forjada al estilo holywoodense, y creemos que eso es lo normal. A este tipo de mentalidad también le podríamos llamar la mente “Romántica”, así, con mayúscula, para asociarla no al “romanticismo” bobo, sino al movimiento cultural llamado “El Romanticismo”. Retomando muy libremente una expresión del excelente texto "Cuando todo se derrumba", de la monja budista Pema Chödron, podríamos decir que el Romanticismo se basa en “echarle queroseno a las emociones” y exhibirlas al arder, para luego identificarnos plenamente con ellas. Pero estamos tan acostumbrados a ser así, que no nos damos cuenta de ello, creemos que ser así es normal, natural y bueno.
Sólo para poner un ejemplo, muy brevemente imaginemos el caso clásico de una ruptura emocional con la pareja. Se vive con ella por años, pero llega el día en que todo acaba. En lugar de vivir el acontecimiento con todo su dolor para luego dejarlo ir, el individuo suele vivirlo con todo su dolor para luego continuar echándole queroseno al mismo y continuar sufriendo. Ello culmina cuando el mismo individuo se identifica con ese estado mental y emocional y se define a sí mismo como “el abandonado” o “el que ha sufrido una ruptura emocional insuperable”: una sola de las múltiples características que pueden definirle como ser en el mundo, es mal interpretada y exagerada para luego pasar a ser la identidad personal. Mal interpretada, porque una ruptura de pareja implica un sinnúmero de situaciones, así como causas y efectos múltiples que nos impiden resumir todo en la simple idea de abandono. Y exagerada, por hacerla ocupar ese papel protagónico que parece darnos una identidad personal fija, por nefasta que ésta pueda ser. Como decía Nietzsche, preferimos creer en lo peor con tal de creer en algo. Preferimos una identidad espantosa, con tal de no asumirnos en devenir constante: no podemos con el devenir. Buscamos pretiles, algo fijo de lo que agarrarnos, pretiles a lo largo del río que corre sin cesar. Y al agarrarnos de cualquier manera el río nos arrastra, pero no libremente, sino agarrado de algo que nos hace rasparnos, lastimarnos: los budistas llaman a ese proceso Dukka, el dolor que produce ser arrastrado cuando uno va agarrado de algo
Grandes estudiosos de la mente desde el ámbito de la neurociencia, como Antonio Damasio, han llegado a conclusiones radicalmente similares a las que se puede llegar desde el ámbito de la filosofía de Nietzsche y de la psicología budista. No en balde grandes budistas, como Sangharakshita, se han acercado al pensamiento de Nietzsche, y grandes budistas, como el Dalai Lama, se han interesado activamente en la neurociencia. Tanto para el budismo como para la neurociencia, existe otra manera de lidiar con las emociones diferente a aquella a la que estamos acostumbrados. Esta última consiste en dejar que surja una emoción sin ser conscientes de que surge, como si ésta fuera algo no racional, para luego dejarla crecer y exhibirla arder. Para Damasio, detrás de esta forma de ser se encuentra la concepción del ser humano como un ser dual, un ser dividido entre su razón y su emoción. Y ese es otro error. Desde su fundamental y genial obra El error de Descartes, Damasio muestra cómo la emoción no es algo que se contraponga a la razón, sino todo lo contrario: la razón no puede existir ni ejercer sus aspectos benéficos, sin la emoción. La razón no es pura: está mezclada y requiere de la emoción. Sin esta última, la razón no es capaz de ejercer sus funciones más básicas, como ha sido demostrado desde el caso de Phineas P. Gage y de todos los Phineas de la historia.
Este individuo era un capataz de 25 años muy calificado y exitoso que trabajaba en la construcción de vías ferrocarrileras de Estados Unidos en 1848. En un accidente de trabajo que involucraba el uso de pólvora pisoneada con una varilla de metal, la pólvora explotó y la varilla salió proyectada hacia su pómulo izquierdo, perforó la base del cráneo y salió a toda velocidad por la parte superior de la cabeza. Insólitamente, Gage sobrevivió consciente a todo el accidente al grado de explicárselo con el cerebro abierto al médico que una hora más tarde lo atendió. Y no solo eso: Gage sobrevivió a la infección posterior, y sobrevivió para hacer saber a la humanidad qué sucede cuando un individuo pierde el lóbulo frontal del cerebro: sus capacidades motoras, así como las referentes al lenguaje y el razonamiento, no se ven afectadas en absoluto. El desastre lo vive, como lo vivió Gage, en el mundo emocional, lo cual le condujo al fracaso al aplicar las capacidades racionales a la vida diaria: labor imposible cuando el lóbulo frontal ha sido afectado. De ser un hombre líder, admirado por sus trabajadores y por sus jefes, Gage pasó a ser un pobre hombre incapaz de contralar sus emociones o de lidiar con el mundo.
Las emociones, pues, son necesarias para el proceso del pensar. Las emociones y los sentimientos que siguen a ellas no son “intrusos en el bastión de la razón”, dice Damasio, sino que se encuentran inmersos en ella, son parte de ella tanto para bien como para mal: ese es el descubrimiento fundamental que expone este reconocido científico, genial escritor, filósofo y neurofisiólogo en El error de Descartes y que sostiene también su libro sobre la neurociencia y la filosofía de Spinoza, en el cual expone porqué Spinoza tenía razón. Las emociones y los sentimientos, así como la regulación biológica que ellos implican a través de sus relaciones con el cuerpo, desempeñan un papel fundamental en el proceso de razonamiento.
¿Cómo razonamos, pues, desde la mentalidad holywoodense o Romántica, esto es, cuando creemos que lo “normal” es bañar de queroseno a nuestras emociones para luego dejarlas arder? Una mente que vive de esa manera la emocionalidad, afecta considerablemente su forma de razonar tanto como su manera de vivir. En palabras de Kavindu, otro monje budista interesado y hasta obsesionado con la neurofisiología actual, podríamos decir que en una primera instancia la mente aprende a atascarse en razonamientos que parecen remolinos en una corriente de agua. Para Kavindu esto implica dejar de fluir, y esto es gravísimo, pues como lo patentiza Damasio en su libro sobre Dascartes y como lo sabe la neurobiología actual, la mente que constantemente fluye y cambia de patrones, es una mente alegre, mientras que una característica de la mentalidad deprimida es su incapacidad para fuir, su constante fijarse en patrones mentales.
Decir que la mente Romántica vive atascada en patrones mentales repetitivos implica decir que vive atascada en sus propios laberintos. ¿Hay algo que permita salir de esos tortuosos laberintos? Aquí es donde viene al caso la psicología budista. Buda creía básicamente cuatro cosas: la primera, que la vida humana es dolorosa. No que la vida humana fuera únicamente dolor, sino simplemente que el dolor existe en nuestra vida. La segunda era su creencia en torno a las causas del dolor: no es pues que la vida “sea” dolorosa, sino que existen ciertas causas que hacen que la vida sea así. La tercera implica el señalamiento de estas causas: podemos conocerlas. Y la cuarta, si logramos conocerlas, es factible cambiarlas, de modo que existe una manera en que podemos vivir para dejar de hacer justo aquello que nos conduce al dolor. Todo budismo posible (¡y vaya que existen múltiples budismos posibles!) todo budismo, digo se basa en esas cuatro proposiciones, que son llamadas cuatro verdades básicas o “las cuatro nobles verdades”. Y sí que son nobles: su idea es que podemos simplemente dejar de sufrir.
Existe una metáfora que ejemplifica de manera muy clara todo lo aquí dicho: las cebras no generan úlceras. Duermen bien, comen lo que requieren y viven una vida pacífica. Hay algo que hemos perdido en el proceso de humanización: la tranquilidad. La cambiamos por estrés o Dukka, como queramos llamarle. Pero la tranquilidad y la estabilidad mental pueden recuperarse sin necesidad de renunciar a ser humanos. Imaginemos a la cebra: va pastando por la sabana, viviendo su vida plácidamente, cuando de repente de la nada sale un león. La cebra sabe qué hay que hacer sin necesidad de escribir un discurso filosófico: corre para salvar su vida. Corre, corre, su corazón se acelera y todos los músculos de su cuerpo reciben la señal cerebral y las sustancias producto de la descarga de adrenalina que son necesarias para correr. Si no logra escapar, hasta ahí llegó su vida. Si logra escapar, fluye en pocos minutos a un estado diferente. No se atasca en lo que sucedió, por traumático que haya resultado: no hay racionalidad que la atrape en discursos en tormo a lo sucedido, no hay quejas en torno a esa manía del león de querer comérsela, no hay resentimiento contra la vida, simplemente continúa viviéndola: las cebras, en efecto, como todos los animales que viven en libertad, no padecen estrés. Y todo parece radicar en dejar ir la experiencia vivida sin echarle queroseno a las emociones que ella ha hecho surgir.
Es claro que no somos cebras. Tampoco somos animales en libertad. El malestar de la cultura en que vivimos es el precio que hemos de pagar por poder escribir y decirlo, o por ser capaces de crear algo o de disfrutar una sinfonía de Mozart o la obra de Miró. La creatividad humana tiene un precio. Ah, sólo que éste es negociable: hay algo que podemos hacer para dejar de sufrir. Cuestionar la mente holywoodense o al menos compararla con la de las cebras, es ya tomar conciencia de ello. Podemos seguir siendo humanos pero aprender al mismo tiempo de aquellos otros seres que no se atascan en los dolores de la vida, sino que fluyen a otros estados de conciencia diferentes una vez que las circunstancias han cambiado. He ahí la clave: aprender a fluir junto con nuestras circunstancias. Dejar de crear diques e identidades que estancan el agua: somos río que fluye. Si pretendemos fijar nuestro sentido de ser en identidades acartonadas que se basan en situaciones que hemos vivido en el pasado, nos encerramos en nuestra propia mente. Y eso es lo que hace la mente Romántica o holywoodense: crea identidades basándose en emociones vividas, a las cuales ha incendiado previamente en queroseno…
Ya lo había dicho Nietzsche: hay una ligereza que no es la superficialidad. Remite más bien a la capacidad de volar, de cambiar de acuerdo al flujo de la vida misma, de no estancarse en ella, de no incendiarse en emociones repetitivas sino saber fluir, saber volar. “Que no construya su nido sobre un abismo quien no sea capaz de volar…” decía el filósofo. El problema, y en el fondo él lo sabía, es que no hay ningún otro lugar en donde construir el nido. Sepámoslo o no, todo nido es construido sobre un abismo: habitamos el abismo, no hay otro lugar a donde ir, aunque lo cubramos con mil máscaras: el cristianismo, el marxismo, el budismo: todas son diferentes maneras de habitar el abismo. Pero hay una manera lúdica y sana de vivir en los abismos: sobrevolándolos. Y para aprender a volar, hay que aprender a reír y a dejar pasar la vida en su flujo inevitable y natural. Ni empujar al río ni ponerle diques en el camino: panta rei, diría el griego Heráclito: todo fluye. Y wu wei, diría el chino Lao Zi: no hagas nada ante ello, simplemente aprende a fluir como lo hace el río en su curso, como lo hace el viento, sí: aprende a fluir como las aves, como las nubes, como las olas.
A eso se aprende cuando se practica la meditación budista. Por eso meditar, hace feliz al meditador. Una vez un alumno le preguntó a Kavindu: ¿Cómo sabes tú que un alumno va por buen camino? Él respondió: “Pues es difícil, ¿no? Esto es: ¿cómo saberlo? Aunque hay indicios, yo diría que se vuelven más ligeros…” Si: meditar te pone alas, te hace feliz. Terminas por ver que puedes disfrutar de la misma vida que antes te parecía un tormento, esto es: casi cualquier vida puede ser un tormento. Y casi cualquier vida puede ser motivo de agradecimiento y de contento. Aunque el verdadero iluminado, quitaría de ambas oraciones la partícula “casi”. Se medita para aprender a vivir cualquier vida posible, no la vida ideal. Se medita para aprender a ser feliz. Y si aparte de ello existen otros beneficios, pues… bienvenidos sean! Meditemos pues, meditemos ya. Y tengamos prisa por hacerlo, como quien no posterga el tomarse una medicina que sabe que le curará de un fuerte mal. Meditar, cura.

Una historia verdadera


Las cosas discretas,
amables, sencillas;
las cosas se juntan
como las orillas.

Carlos Pellicer

Esta es una historia que me ha parecido muy bella, pero sobre todo es una historia verdadera. Y lo es en más de un sentido. Primeramente porque realmente me sucedió. Pero también lo es en un sentido más radical: habla de cosas que tocan el fondo mismo de la vida, de cosas reales, es una historia verdadera en el sentido en que algunas tribus indígenas hablan del hombre verdadero: es una historia verdadera porque habla de cuestiones que son verdades para vivir. Aclaro lo anterior porque a la vez es una historia sumamente sencilla y quizá en ello radica su belleza. Pero hablemos del evento, que sí fue un evento.
Puedo comenzar por aclarar que yo tengo dos hogares. A veces me siento muy bien en uno, a veces en otro. En uno vivo con mis hijos y su padre, que es un buen compañero mío. Mi cuarto está junto a la biblioteca, frente a un jardín que no es grande, pero es hermoso. Mis hijos y su padre tienen sus habitaciones en la planta superior de la casa. Cuando por alguna razón no se siento bien ahí, emigro como un cangrejo ermitaño. Esos animalitos sí que son inteligentes: buscan un caracol que los proteja y hacen de él su hogar. Cuando les incomoda, simplemente buscan otro. Pues así yo a veces emigro a mi pequeño pero hermoso estudio en el que he preparado ya todo un hogar. Cuando entro en el, ya le saludo con verdadero afecto, ya siento amor por él. Ahí recibo a Myriam para trabajar, o a los alumnos del proyecto que estamos creando en la UNAM, o simplemente a mis amigos cuando queremos bailar y gritar y reírnos a gusto. También ahí acudo cuando quiero estar en soledad.
Con esos antecedentes como telón de fondo, ahora sí cuento la historia. Una tarde, entraba a mi estudio para preparar la cena de despedida de mi amiguito Luis, un hombre precioso que también es un niño gitano que brinca, actúa, analiza y nos hace pensar. Luisito se regresaba a Andalucía, a su bella Granada, con sus calles maravillosas callejuelas, con su Alambra, sus gitanos, su cante hondo, sus barrios árabes, en fin: retornaba a Granada, la bella. Y yo le quería despedir con una cena en la que se sintiera en su casa, le quería decir: mi casa es tu casa amigo del alma, porque te quiero mucho. Porque Luis es un amigo de mi alma, un amigo verdadero y un verdadero amigo. A él le cuento mis tribulaciones y se toma el tiempo para pensar. Piensa, se pone en mis zapatos, y luego dice: ¿Puedo hablar? Y ante mi consentimiento, habla de mi, nunca de él, se pone en mi lugar, actúa ser Paulina, hasta que da con claves para la resolución de un problema. Una vez en una cantina el mesero se acercó a ver qué diablos pasaba, porque Luis se levantaba y gritaba: actuaba a ser Paulina. Entonces Luis le dijo al mesero: "No se preocupe, que estamos jugando". Y prosiguió su actuación. Ese es mi amigo, yo diría, mi hermanito Luis.
En fin, la cosa es que entraba al estudio para hacerle su despedida, cuando a lo lejos vi una pequeña mancha en la pared y me dije: eso no es una mancha: eso es un animal. Me acerqué dispuesta a corroborar el grado de peligrosidad de semejante bicho, cuando para mi sorpresa mi corazón se abrió, sí, como esas flores que se abren a cámara rápida en los programas de National Geographic… se abrió ante una muy pequeña catarina, o como también les llaman, una mariquita.
Quien sabe qué tienen esos animalitos que hacen surgir de nosotros los más sinceros sentimientos de simpleza, de una sencilla alegría. Yo creo que las catarinitas, al igual que el olor del pino de Navidad, nos remiten a un lugar en donde era muy fácil ser feliz. Ese lugar es la infancia, pero no quiero con ello mitificarla como “un lugar feliz”: yo conocí, como muchos, algunos de los infiernos de la infancia, y no quisiera nunca regresar a ellos. Pero los niños, cuando lo somos, como lo fuimos en esa noche en que despedí a Luisito, tenemos esa capacidad de ser felices ahí, en el momento. Podemos sufrir lo indecible, enfermedades terribles, torturas psicológicas: los infirnos de la infancia son quizá los más terribles. Ya adultos quizá los recordamos, pero no los volvemos a vivir con esa impotencia propia solamente de los niños y las bestias, que sufren sin poder defenderse, como un toro encerrado en una plaza sin saber qué hacer, porqué está ahí, porqué le hieren y hasta cuándo va a terminar el infierno, la burla que únicamente acaba con su misma vida. Es dolororso que no podamos darnos cuenta del dolor ajeno, sobre todo cuando involucra a niños y a bestias que son tan inocentes como incapaces de defenderse.
Pero una catarina está lejos de todo ello... y en manos de un niño hace brotar la sonrisa más franca y veraz, y si ella acepta caminar por la mano y quedarse caminando un rato de una mano a otra… ¡Qué felicidad! En esos momentos no hay nada más que la catarina. No hay tormentos, ni doctores, ni aparatos, ni ausencias que hieran, ni hermanos mayores que temer: todo es la catarina roja y pequeña, con sus lunarcitos negros, caminando felizmente en mi mano… así, precisamente así, es el pino de Navidad: su olor remite a un lugar en el que era muy fácil cambiar de estado de ánimo hacia la felicidad. El pino huele a expectativas cumplidas. ¿Qué es la vida? ¡Una muñeca Lily Ledi! Y sí: hela ahí. Días enteros sospechando que la caja envuelta en papel navideño escondía en efecto la muñeca, y ahí está, la saco de la caja, la abrazo, brinco de alegría, le pongo nombre. Sabrá dios porque a mi madre no le ha parecido correcto que se lo escriba con tinta indeleble en la frente:Alicia: ese es su nombre y ahora todos pueden saberlo porque lo dice su frente: eso es la felicidad, a eso me remite el pino de Navidad. Quizá por eso su olor me atrae y a la vez me duele: porque se que hoy no es tan fácil ser feliz. Pero de eso trata la historia de la catarina. Sigamos.
Con muchísimo cuidado tomé la pequeña catarina y corroboré que no podía volar. Ni siquiera podía caminar: se estaba muriendo. Me tomó un buen tiempo colocarla en una servilleta de papel sin lastimarla y de manera casi instintiva, me mojé la mano y le rocié diminutas gotitas de agua. Para mi sorpresa dio unos pasos. Entonces coloqué la servilleta en un plato verde, verde como el pasto, pensé. Tomé agua e hice un charquito a dos milímetros de ella. Caminó y creí ver que bajaba la cabecita para beber. Estoy alucinando, pensé. Corrí por mis lentes para ver de cerca, que son una especia de lupa, y entonces tuve el privilegio de observar a la pequeña bebiendo agua. Me emocioné mucho, pero no tanto como cuando comenzó a caminar. Despacito, caminó, exploró la servilleta, luego parte del plato, y regresó a beber agua. Emocionada corté una hoja del bambú y le puse una granos de azúcar moscabada. Y con mis lentes de superwoman, vi como bajaba su cabecita y se demoraba en el azúcar. Se demoró un buen rato, no podía ver si comía o no, pero entonces, señores y señoras, salió como Fitipaldi por toda la servilleta y recorrió el plato verde con una energía y un contento que inundaron todo el apartamento.
Sonó entonces el timbre. Eran mis amigos. Yo ni siquiera pude recibirlos y tomar las cosas que traían para la cena, solo les dije: ¡Vengan, vengan pronto a ver esto! Todos se demoraron en la catarina; escucharon la historia y corroboraron como bebía agua. Fueron testigos de su fallido intento de volar: no podía sacar bien las alitas. Juntos deliberamos si debía dejarla en el estudio o sacarla a la jardinera de mi terraza, en donde unas plantas silvestres ya completamente secas ocupan el lugar de las que yo aun no he sembrado. La decisión final fue dejar ahí a la catarina, en esa inhóspita jardinera, y así lo hice. Pasamos la noche jugando como niños pequeños: a ratos atravesábamos las honduras del pensamiento, para de repente bailar como locos o ponernos a actuar para que los demás se carcajearan con nuestras actuaciones. Fue una noche feliz, muy feliz. Cuando se fueron, decidí que estaba cansada y me quedé a dormir ahí.
Al día siguiente llegó Myr a trabajar en una serie de documentos absurdos que tengo que preparar para no dejar de ganarme la vida haciendo lo que me gusta: dar clases y filosofar. Después de un rato de trabajar la invité a salir a la terraza a fumar un cigarrito. “Debe estar calientita porque le da el sol” le dije, y como hacía mucho frío, pues nos salimos a la terracita, que en efecto estaba calientita. Me senté en la orilla de la jardinera e iba a limpiar con la mano un lugar junto a mi, para invitarla a sentarse, cuando la vi: mi catarinita iba caminando felizmente por la orilla. Emocionada se la mostré a Myr y le platiqué toda la historia. La tomé, se subió de inmediato a mi mano, y entonces Myr me dijo ¿no debiéramos sacarla al jardín? Abrí la puerta de mi terraza, que da a un pequeño pero muy cuidado jardín y, catarina en mano, fui por la manguera, limpié lo básico, podé un poco, y sí: dejé a la pequeña en el jardín. La última vez que la vi ahí andaba, comenzaba a volar si acaso unos centímetros. No se si sus alitas se estaban mejorando o si simplemente era una bebé creciendo poco a poco.
Pero la reflexión final surgió cuando le conté esta historia a un querido amigo ya mayor, que malhumorado me dijo: cómo se ve que no tienen nada que hacer. Lo único que respondí fue: Pero sí, que tengo muchísimo trabajo… porque en verdad lo tengo, mucho, muchísimo, demasiado, diría yo. He ahí la cosa: ¿por qué demorarme entonces en una catarina, porqué demorarme en contar su historia, nuestra historia, una y mil veces a cada persona y, no siendo suficiente, venir a escribirla acá?

Porque las cosas sencillas que en verdad nos gustan que nos llaman de manera natural, como una catarina o antaño una muñeca Lily Ledi, son las que aun pueden darnos un poco de felicidad. Solo que eso no lo sabemos y cuando nos lo dicen, no lo creemos: tenemos que vivirlo. Las cosas discretas, las cosas sencillas, si logramos que se nos peguen y ser con ellas una breve orilla, crean una nueva perspectiva de la vida: son la vida misma. Buscamos “grandes” aventuras, “grades” viajes, “grandes” amores, supuestamente para darnos cuenta de que estamos vivos, de que somos osados, de que somos amados. Pero no funciona… ¿porqué? Por que lo que hace grande o pequeña una aventura, un viaje o un amor, es la capacidad de aceptar y amar las cosas sencillas que se dan sin más, y darles aire, permitirles existir en la ligereza de la alegría. Cuando a una aventura, a un viaje o a un amor le falta la ligereza de la alegría, y no nos hace reír, y no nos abraza como a la vida misma, y no nos hace sentir la intimidad de la vivencia más honda, cuando no hay, en resumen, alegría sino sentimiento de ausencia y de lejanía, es que algo anda mal: no se están valorando las cosas sencillas, las cosas discretas. No hace falta tener grandes aventuras, ni viajes, ni amores, ni nada. Hace falta ser capaz de darle a nuestra existencia el aire, el respiro de ser feliz en las cosas sencillas que nos atraen de manera natural. A unos nos gustan los animales. A otros las caminatas, otros más disfrutan la música, la escritura o las palabras. Pero esas cosas sencillas que nos llaman de manera natural, son las que pueden darle sustancia a nuestras vidas. Y son las que acaso podamos compartir con nuestro iguales, con aquellos que aman y se demoran en esa mismo tipo de cosas sencillas. Y sí la clave está, como decía Pellicer, en juntarnos con ellas, como dos orillas.
No se qué haga en este instante mi pequeña catarina. Pero en mi dejó la presencia de su pequeño caparazón rojo y de sus alitas intentando volar: dejó la presencia de las cosas sencillas que ma atraen y me gustan de manera natural. Por eso he venido aquí a contar esta historia, así quizá otros más se dejen llevar por las cosas amables y sencillas que les llaman de manera natural...