Una historia verdadera


Las cosas discretas,
amables, sencillas;
las cosas se juntan
como las orillas.

Carlos Pellicer

Esta es una historia que me ha parecido muy bella, pero sobre todo es una historia verdadera. Y lo es en más de un sentido. Primeramente porque realmente me sucedió. Pero también lo es en un sentido más radical: habla de cosas que tocan el fondo mismo de la vida, de cosas reales, es una historia verdadera en el sentido en que algunas tribus indígenas hablan del hombre verdadero: es una historia verdadera porque habla de cuestiones que son verdades para vivir. Aclaro lo anterior porque a la vez es una historia sumamente sencilla y quizá en ello radica su belleza. Pero hablemos del evento, que sí fue un evento.
Puedo comenzar por aclarar que yo tengo dos hogares. A veces me siento muy bien en uno, a veces en otro. En uno vivo con mis hijos y su padre, que es un buen compañero mío. Mi cuarto está junto a la biblioteca, frente a un jardín que no es grande, pero es hermoso. Mis hijos y su padre tienen sus habitaciones en la planta superior de la casa. Cuando por alguna razón no se siento bien ahí, emigro como un cangrejo ermitaño. Esos animalitos sí que son inteligentes: buscan un caracol que los proteja y hacen de él su hogar. Cuando les incomoda, simplemente buscan otro. Pues así yo a veces emigro a mi pequeño pero hermoso estudio en el que he preparado ya todo un hogar. Cuando entro en el, ya le saludo con verdadero afecto, ya siento amor por él. Ahí recibo a Myriam para trabajar, o a los alumnos del proyecto que estamos creando en la UNAM, o simplemente a mis amigos cuando queremos bailar y gritar y reírnos a gusto. También ahí acudo cuando quiero estar en soledad.
Con esos antecedentes como telón de fondo, ahora sí cuento la historia. Una tarde, entraba a mi estudio para preparar la cena de despedida de mi amiguito Luis, un hombre precioso que también es un niño gitano que brinca, actúa, analiza y nos hace pensar. Luisito se regresaba a Andalucía, a su bella Granada, con sus calles maravillosas callejuelas, con su Alambra, sus gitanos, su cante hondo, sus barrios árabes, en fin: retornaba a Granada, la bella. Y yo le quería despedir con una cena en la que se sintiera en su casa, le quería decir: mi casa es tu casa amigo del alma, porque te quiero mucho. Porque Luis es un amigo de mi alma, un amigo verdadero y un verdadero amigo. A él le cuento mis tribulaciones y se toma el tiempo para pensar. Piensa, se pone en mis zapatos, y luego dice: ¿Puedo hablar? Y ante mi consentimiento, habla de mi, nunca de él, se pone en mi lugar, actúa ser Paulina, hasta que da con claves para la resolución de un problema. Una vez en una cantina el mesero se acercó a ver qué diablos pasaba, porque Luis se levantaba y gritaba: actuaba a ser Paulina. Entonces Luis le dijo al mesero: "No se preocupe, que estamos jugando". Y prosiguió su actuación. Ese es mi amigo, yo diría, mi hermanito Luis.
En fin, la cosa es que entraba al estudio para hacerle su despedida, cuando a lo lejos vi una pequeña mancha en la pared y me dije: eso no es una mancha: eso es un animal. Me acerqué dispuesta a corroborar el grado de peligrosidad de semejante bicho, cuando para mi sorpresa mi corazón se abrió, sí, como esas flores que se abren a cámara rápida en los programas de National Geographic… se abrió ante una muy pequeña catarina, o como también les llaman, una mariquita.
Quien sabe qué tienen esos animalitos que hacen surgir de nosotros los más sinceros sentimientos de simpleza, de una sencilla alegría. Yo creo que las catarinitas, al igual que el olor del pino de Navidad, nos remiten a un lugar en donde era muy fácil ser feliz. Ese lugar es la infancia, pero no quiero con ello mitificarla como “un lugar feliz”: yo conocí, como muchos, algunos de los infiernos de la infancia, y no quisiera nunca regresar a ellos. Pero los niños, cuando lo somos, como lo fuimos en esa noche en que despedí a Luisito, tenemos esa capacidad de ser felices ahí, en el momento. Podemos sufrir lo indecible, enfermedades terribles, torturas psicológicas: los infirnos de la infancia son quizá los más terribles. Ya adultos quizá los recordamos, pero no los volvemos a vivir con esa impotencia propia solamente de los niños y las bestias, que sufren sin poder defenderse, como un toro encerrado en una plaza sin saber qué hacer, porqué está ahí, porqué le hieren y hasta cuándo va a terminar el infierno, la burla que únicamente acaba con su misma vida. Es dolororso que no podamos darnos cuenta del dolor ajeno, sobre todo cuando involucra a niños y a bestias que son tan inocentes como incapaces de defenderse.
Pero una catarina está lejos de todo ello... y en manos de un niño hace brotar la sonrisa más franca y veraz, y si ella acepta caminar por la mano y quedarse caminando un rato de una mano a otra… ¡Qué felicidad! En esos momentos no hay nada más que la catarina. No hay tormentos, ni doctores, ni aparatos, ni ausencias que hieran, ni hermanos mayores que temer: todo es la catarina roja y pequeña, con sus lunarcitos negros, caminando felizmente en mi mano… así, precisamente así, es el pino de Navidad: su olor remite a un lugar en el que era muy fácil cambiar de estado de ánimo hacia la felicidad. El pino huele a expectativas cumplidas. ¿Qué es la vida? ¡Una muñeca Lily Ledi! Y sí: hela ahí. Días enteros sospechando que la caja envuelta en papel navideño escondía en efecto la muñeca, y ahí está, la saco de la caja, la abrazo, brinco de alegría, le pongo nombre. Sabrá dios porque a mi madre no le ha parecido correcto que se lo escriba con tinta indeleble en la frente:Alicia: ese es su nombre y ahora todos pueden saberlo porque lo dice su frente: eso es la felicidad, a eso me remite el pino de Navidad. Quizá por eso su olor me atrae y a la vez me duele: porque se que hoy no es tan fácil ser feliz. Pero de eso trata la historia de la catarina. Sigamos.
Con muchísimo cuidado tomé la pequeña catarina y corroboré que no podía volar. Ni siquiera podía caminar: se estaba muriendo. Me tomó un buen tiempo colocarla en una servilleta de papel sin lastimarla y de manera casi instintiva, me mojé la mano y le rocié diminutas gotitas de agua. Para mi sorpresa dio unos pasos. Entonces coloqué la servilleta en un plato verde, verde como el pasto, pensé. Tomé agua e hice un charquito a dos milímetros de ella. Caminó y creí ver que bajaba la cabecita para beber. Estoy alucinando, pensé. Corrí por mis lentes para ver de cerca, que son una especia de lupa, y entonces tuve el privilegio de observar a la pequeña bebiendo agua. Me emocioné mucho, pero no tanto como cuando comenzó a caminar. Despacito, caminó, exploró la servilleta, luego parte del plato, y regresó a beber agua. Emocionada corté una hoja del bambú y le puse una granos de azúcar moscabada. Y con mis lentes de superwoman, vi como bajaba su cabecita y se demoraba en el azúcar. Se demoró un buen rato, no podía ver si comía o no, pero entonces, señores y señoras, salió como Fitipaldi por toda la servilleta y recorrió el plato verde con una energía y un contento que inundaron todo el apartamento.
Sonó entonces el timbre. Eran mis amigos. Yo ni siquiera pude recibirlos y tomar las cosas que traían para la cena, solo les dije: ¡Vengan, vengan pronto a ver esto! Todos se demoraron en la catarina; escucharon la historia y corroboraron como bebía agua. Fueron testigos de su fallido intento de volar: no podía sacar bien las alitas. Juntos deliberamos si debía dejarla en el estudio o sacarla a la jardinera de mi terraza, en donde unas plantas silvestres ya completamente secas ocupan el lugar de las que yo aun no he sembrado. La decisión final fue dejar ahí a la catarina, en esa inhóspita jardinera, y así lo hice. Pasamos la noche jugando como niños pequeños: a ratos atravesábamos las honduras del pensamiento, para de repente bailar como locos o ponernos a actuar para que los demás se carcajearan con nuestras actuaciones. Fue una noche feliz, muy feliz. Cuando se fueron, decidí que estaba cansada y me quedé a dormir ahí.
Al día siguiente llegó Myr a trabajar en una serie de documentos absurdos que tengo que preparar para no dejar de ganarme la vida haciendo lo que me gusta: dar clases y filosofar. Después de un rato de trabajar la invité a salir a la terraza a fumar un cigarrito. “Debe estar calientita porque le da el sol” le dije, y como hacía mucho frío, pues nos salimos a la terracita, que en efecto estaba calientita. Me senté en la orilla de la jardinera e iba a limpiar con la mano un lugar junto a mi, para invitarla a sentarse, cuando la vi: mi catarinita iba caminando felizmente por la orilla. Emocionada se la mostré a Myr y le platiqué toda la historia. La tomé, se subió de inmediato a mi mano, y entonces Myr me dijo ¿no debiéramos sacarla al jardín? Abrí la puerta de mi terraza, que da a un pequeño pero muy cuidado jardín y, catarina en mano, fui por la manguera, limpié lo básico, podé un poco, y sí: dejé a la pequeña en el jardín. La última vez que la vi ahí andaba, comenzaba a volar si acaso unos centímetros. No se si sus alitas se estaban mejorando o si simplemente era una bebé creciendo poco a poco.
Pero la reflexión final surgió cuando le conté esta historia a un querido amigo ya mayor, que malhumorado me dijo: cómo se ve que no tienen nada que hacer. Lo único que respondí fue: Pero sí, que tengo muchísimo trabajo… porque en verdad lo tengo, mucho, muchísimo, demasiado, diría yo. He ahí la cosa: ¿por qué demorarme entonces en una catarina, porqué demorarme en contar su historia, nuestra historia, una y mil veces a cada persona y, no siendo suficiente, venir a escribirla acá?

Porque las cosas sencillas que en verdad nos gustan que nos llaman de manera natural, como una catarina o antaño una muñeca Lily Ledi, son las que aun pueden darnos un poco de felicidad. Solo que eso no lo sabemos y cuando nos lo dicen, no lo creemos: tenemos que vivirlo. Las cosas discretas, las cosas sencillas, si logramos que se nos peguen y ser con ellas una breve orilla, crean una nueva perspectiva de la vida: son la vida misma. Buscamos “grandes” aventuras, “grades” viajes, “grandes” amores, supuestamente para darnos cuenta de que estamos vivos, de que somos osados, de que somos amados. Pero no funciona… ¿porqué? Por que lo que hace grande o pequeña una aventura, un viaje o un amor, es la capacidad de aceptar y amar las cosas sencillas que se dan sin más, y darles aire, permitirles existir en la ligereza de la alegría. Cuando a una aventura, a un viaje o a un amor le falta la ligereza de la alegría, y no nos hace reír, y no nos abraza como a la vida misma, y no nos hace sentir la intimidad de la vivencia más honda, cuando no hay, en resumen, alegría sino sentimiento de ausencia y de lejanía, es que algo anda mal: no se están valorando las cosas sencillas, las cosas discretas. No hace falta tener grandes aventuras, ni viajes, ni amores, ni nada. Hace falta ser capaz de darle a nuestra existencia el aire, el respiro de ser feliz en las cosas sencillas que nos atraen de manera natural. A unos nos gustan los animales. A otros las caminatas, otros más disfrutan la música, la escritura o las palabras. Pero esas cosas sencillas que nos llaman de manera natural, son las que pueden darle sustancia a nuestras vidas. Y son las que acaso podamos compartir con nuestro iguales, con aquellos que aman y se demoran en esa mismo tipo de cosas sencillas. Y sí la clave está, como decía Pellicer, en juntarnos con ellas, como dos orillas.
No se qué haga en este instante mi pequeña catarina. Pero en mi dejó la presencia de su pequeño caparazón rojo y de sus alitas intentando volar: dejó la presencia de las cosas sencillas que ma atraen y me gustan de manera natural. Por eso he venido aquí a contar esta historia, así quizá otros más se dejen llevar por las cosas amables y sencillas que les llaman de manera natural...

6 comentarios:

Myriam Constantino dijo...

Que hermoso cuento, deberías anexar las fotos que te tomé dejando la catarina en el jardín con la cara que testifica cuando saliste de la jungla.

¿Sabes? Me hizo pensar muchísimo esto que has escrito sobre las cosas discretas que son la vida misma, en mi caso a veces pienso que tener tan cerca de mí a Jor me hace no apreciarlo tanto.

Pau dijo...

Querida, si: a veces un poco de distancia nos permite ver mejor. Ya platicaremos. Mientras tanto, las cosas sencillas...

Lilia Rivero Weber dijo...

Me encantó, y si es cierto, siempre encontrar una catarina, es un momento de alegría desde que yo recuerdo cuando eramos niños. La pasabamos de una mano a otra.."préstamela tantito, si?"... "bueno, pero con cuidado", entonces, pegábamos las manos, o el dedo, y nos contorsionabamos con las manos hasta que logfrábamos que la catarina pasara a la mano siguiente. Era como un ritual... Hasta que la catarina abría las alas y veíamos como se iba volando, con la sonrisa en la boca; nos volteábamos a ver, siempre contentas. Decíamos,recuerdo, que eran de buena suerte. Yo diría ahora, que eran un soplo de felicidad. Te quiero!

Cynthia Vega dijo...

Profesora, me encantó esta entrada, realmente es hermoso lo que relata, y mas que lo leí en el momento mas adecuado pues estaba pasando por un momento muy difícil en mi vida, mi compañero Diego entró aqui y me comentó que había escrito "una historia verdadera" como la verdad yo la admiro no dude en entrar y al leerlo, enserio me dibujó una sonriza en la cara, y lo que me tenía infeliz se volvió demasiado diminuto, mucho mas que la pequeña catarina :] no sabe como extraño sus clases, pero ya falta menos :]

saludos!

O dijo...

Que hermosa historia profesora, a mi también me hizo sentir muy bien. Un gran abrazo.

Luí dijo...

Qué verdadera es esa historia, Paulinilla, es de las que huelen a pan recién hecho, como dice mi madre. Me has dado una idea. Estaba buscando algo que hacer hoy (pues es domingo y, además, estamos en navidad, y no me voy a poner a trabajá, ¿no?). Pues ya sé lo que voy a hacer: no proponerme hacer algo en particular. De ese modo, yo encontraré mi catarina también en algún rincón de lo sencillito. Gracias mil. Me has librado de un tormentoso día de "¿qué demonios hago ahora?"

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