Una tarde de mi infancia


De vez en cuando abría los ojos. Si no veía sangre los mantenía abiertos, para que él no se diera cuenta de que estaba ahí sólo por estar a su lado y que en el fondo ese espectáculo no me gustaba nada. El mundo era maravilloso si él estaba de buen humor y lo estaba cuando se sentaba a ver “los toros”.

Yo nunca comprendí cómo podía ver esa tortura y a mis escasos siete años pensaba que algo extraño había en mí: algo que algún día, tarde o temprano, tendría que cambiar. Algún día –pensaba- me gustará ver los toros. Algún día iré a una corrida de toros y gritaré “ole” y me reiré y me veré feliz como toda esa gente. Mientras llegaba ese día, me sentaba a su lado a ver la televisión con los ojos cerrados. Me acostumbré así a los sonidos de la “fiesta brava”: la trompeta marcial que anunciaba la salida del toro, la música española en torno a las corridas, los “oles” de la gente, me acostumbré a ese ambiente festivo, pero en cuanto comenzaba la sangre, cerraba los ojos.

Un buen día –y ese sí fue un buen día- él se dio cuenta:

- ¿Qué haces?
- Nada.
- Porqué cierras los ojos?
- Porque no me gusta la sangre.
- Que no te de miedo.
- No me da miedo. Siento feo por el toro. No me gusta ver al toro sufriendo. Y el caballo también. ¿Tú no sientes feo?

Silencio. Comencé a sentir su disgusto. Conocía tan bien a mi padre que olía su mal humor. Con tan sólo ver un gesto sabía perfectamente su estado de ánimo. Esa tarde lo sentí tan a disgusto, tan molesto por mi respuesta, tan incómodo, que furtivamente me deslicé del sillón y me fui a mi cuarto...

“Se dio cuenta: algo hay raro en mi, no puedo ver los toros. Tengo que poder, algún día voy a poder”. Vacié un cajón en que guardaba todas las cosas que no me servían pero que tampoco podía tirar. Una estampita que me había regalado mi profesora del kinder, una invitación a mi bautizo, una canica rota, una papirola a punto de morir de vieja, una cajita con bucitos, platitos de plástico que salían gratis en el cereal y formaban ya casi una vajilla, un dominó...  con ojos llorosos, labios hinchados y húmedos por el esfuerzo de no llorar, traté de ordenar mi cajón simplemente por hacer algo.

Fue la última tarde que me senté con mi padre a ver los toros. Cada vez que iba a sentarme con él, al poco rato cambiaba el canal. Los toros comenzaron a desvanecerse del ambiente familiar. Pero nunca supe bien a bien exactamente la razón, hasta hace unos meses.

Comíamos con amigos de la Universidad y charlábamos sobre la polémica en torno a los toros. Yo esgrimí con toda seguridad argumentos en contra de la tortura de cualquier animal. Surgieron las respuestas y justificaciones de siempre, los debates iban y venían. Mi padre callaba. Hasta que de repente dijo: “Pues a mi me gustaban mucho los toros, hasta que un día comenzó a darme taquicardia al verlos. Nunca supe porqué. Pero dejé de verlos”. Yo quedé muda. Recordé aquellas tardes y en particular aquella tarde en que intenté no llorar por ser tan rara, tan ajena a los gustos de la mayoría. Al escuchar a mi padre los demás comensales no supieron qué decir. Aproveché el silencio para decir: “Eso, se llama com-pasión: com-partir el dolor de otro, cargar con su carga, solidarizarse con el otro. Eso es lo que te pasó”.  “Pues yo no se” dijo él: “Pero a mí ya no me gustan los toros”.

Es curioso que quienes dicen “ya no me gustan los toros” dicen: me gustan tanto, que no soporto verlos sufrir. Y quienes dicen “me gustan los toros”, dicen: me gusta ver cómo se tortura a este animal.

Se den cuenta o no, el dolor de un ser vivo no honra la vida.
Se den cuenta o no, hay quien prefiere cobijar la vida y hay quien goza destruyéndola.
Se den cuenta o no, hay buen gusto moral y hay mal gusto moral.

Nietzsche, el filósofo de la “no-compasión”, colapsó al presenciar el maltrato de un caballo. Esa imagen ha quedado como el símbolo inicial de su locura. Quienes lo estudiamos sabemos que meses antes de ese evento había presentado graves síntomas: su colapso mental ante el caballo maltratado fue el punto final de una ya larga cadena. Pero en efecto el filósofo de la “no compasión” criticó la compasión cristiana que sitúa hipócritamente al compadecido por abajo del que tiene el poder de compadecerse. Pero hay otro tipo de compasión. Nietzsche lo supo cuando no soportó ver el maltrato de un caballo. Pero ya no pudo expresarlo. Cayó en el silencio de la locura.  ¿No fue eso un tipo diferente de compasión? ¿No es acaso esa compasión una forma de honrar la vida?

No toda tradición merece ser conservada. Hay tradiciones que no honran al ser humano ni a lo que ha construido. Hay tradiciones que merecen desaparecer: aquellas que se basan en y justifican el dolor de otro ser humano o no humano; aquellas que deterioran la vida. La así llamada “fiesta brava” es una de ellas: algún día pasará a ser parte de la negra historia de los coliseos romanos, españoles o mexicanos en que se torturaban a seres vivos. Luchemos porque ese día llegue. Cada cual a su manera, cada cual en su trinchera: honremos la vida y la inteligencia y no la vulgaridad y el retardo mental y moral que surge del gusto por la tortura.

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David Israel dijo...

Amor a los animales

Ya en el Génesis, Dios le confió al hombre el dominio sobre animales, pero esto podemos entenderlo en el sentido de que sólo le cedió ese dominio. El hombre no era el propietario, sino un administrador del planeta que, algún día, debería rendir cuentas de esa administración. Descartes dio un paso decisivo: hizo del hombre el "señor y propietario de la naturaleza". Pero existe sin duda cierta profunda coincidencia en que haya sido precisamente él quien negó definitivamente que los animales tuvieran alma: el hombre es el propietario y el señor mientras que el animal, dice Descartes, es sólo un autómata, una máquina viviente, "machina animata". Si el animal se queja, no se trata de un quejido, es el chirrido de un mecanismo que funciona mal. Cuando chirría la rueda de un carro, no significa que el eje sufra, sino que no está engrasado. Del mismo modo hemos de entender el llanto de un animal y no entristecernos cuando en un laboratorio experimentan con un perro y lo trocean vivo.

Teresa acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con otra persona. Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomás tiene que comportarse amorosamente, porque a Tomás lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad. y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.

La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.

Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora. Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo.

Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual que quiero a Teresa, sobre cuyas rodillas descansa la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, "ama y propietaria de la naturaleza", marcha hacia adelante.

Milan Kundera

P.d. Yo creo que ser vegetariano o vegano abona al cambio mental y espiritual del ser humano.

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