Apología de la decepción

De vez en cuando todos nos idiotizamos de manera libre y voluntaria. Hay quienes hacen crucigramas, quienes tejen bufandas que nunca se usarán, o quienes se drogan o emborrachan. A ellos por lo general se los lleva el diablo… Yo a veces me idiotizo poniendo una película o una serie en el televisor. No veo tele abierta porque eso es ya demasiado para mi hígado. Entre las series que he conocido, solo he seguido Los Tudor, Roma, Lie to me, Boston Legal y Dr. House.

Esto viene al cuento porque en un capítulo reciente de mi programación personal, House le dijo a Wilson: “La decepción es el enojo de los débiles”. Yo paré la oreja porque me sonó mucho a Nietzsche, aunque no puedo recordar si en verdad él lo dijo. Alberto Constante me había comentado que entre los guionistas de House hay un par de filósofos, de modo que la frase podría en efecto haber salido de la pluma de Nietzsche o de algún otro pensador.

“La decepción es el enojo de los débiles”. ¿Será? Veamos. Una vez que se ha intimado con Corominas, no se puede consultar el famoso, ñoño e insulso Diccionario de la Academia, por favor… Corominas, Corominas über alles! Pero esta vez me perdí un poco… comencé a buscar y llegué a la idea de “derrumbamiento” y “desmoronamiento”. Dicha palabreja ya existía en 1464 y parece venir derivada de “herrumbre”: “cuando algo se desmigaja o se desmorona como la herrumbre”. Corominas habla de un derrumbe ejemplificándolo “cuando la tierra se desmorona por efecto de la humedad”. Derivado de esta idea de “derrumbarse” se habla de “descerrar” cuando un cerro se desgaja.

Ya comenzaba yo a tocar una simplísima canción de organillero extraída de esa compleja sinfonía del Corominas, y pensaba: “Ah, eso es decepcionarse: ver caer, ver desempeñarse a alguien a quien tú habías colocado en la cima…”
Pero ¡no: y no, y no , y no!: algo no me dejaba en paz. Y como ya se que esa intuición que tengo no debo dejarla de lado, pues seguí. Me di cuenta de un error en mi búsqueda: Corominas me mandaba a… ¡concebir! Qué locura. “Decepción” emparentada con “concebir”. ¿Será que una decepción es como un “desconcebir” a alguien o algo? Corominas dice que en latín, deceptio quiere decir “engaño”. Ha ahí una pista: una decepción sería en efecto dejar de concebir a alguien como algo que no es: descubrir el engaño. El engaño que esa persona montó, o que, como es más usual, una misma montó para sobrevivir. La decepción conlleva no poder engañarse más y por lo mismo tener que “desconcebir” a la persona como aquella que se le concebía. En ese sentido mi primera intuición no era del todo inadecuada: decepción es cuando una persona se cae del lugar en que la habías colocado al no poder concebirla ya como aquella persona que te hiciste creer que era. Ese ser inventado, concebido por ti, se desgaja como tierra mojada, se desmorona como herrumbre hecha polvo, se “decerra” como un cerro que se viene abajo.

Eso no tiene porque crear necesariamente enojo. Cuando ves caer a alguien de su pedestal es porque ya no puedes engañarte más. Ya no puedes idealizarlo más, ya no lo puedes concebir como se te da la gana, como lo requieres para poder estar enamorada o para poder al menos amarlo… o ya de perdida, al menos quererlo o por lo menos… ¿respetarlo? Cuando ya no puedes concebir a un individuo de tal manera, el engaño se acabó. El enojo es difícil de manejar porque suele pasar inadvertido que el enojo es contra uno mismo: “¿Porqué me engañé de esta manera?” Cuando no captamos que estamos enojados con nosotros mismos, podemos arrasar con los demás y el enojo sigue presente y camina tan campante…

La decepción, pues, conlleva enojo, pero enojo para con una misma por haberse equivocado y concebir tan erróneamente a alguien. Una vez descubierto ese ardid, es más fácil manejar la decepción. Porque entonces una puede darse cuenta de que hay que concebir a la persona de otra manera, y puede incluso preguntarse qué necesidades personales le condujeron a una a concebir tan erróneamente a una persona. Si una descubre esas necesidades, ya va de gane: puede encontrar otra forma diferente de satisfacerlas que no sea concebir erróneamente. Que no sea buscarle chichis a las gallinas, pues no las tienen por más que una se empeñe en concebir un mundo al revés.

La decepción puede ser entonces un día de fiesta: ¡luz y agua fresca en un mundo de podredumbre y oscuridad! La decepción es el aviso de que por fin podemos ver algo tal y como es. Eso, después del enojo, conlleva la autocomprensión y hasta la ternura para con una misma al comprender las necesidades latentes que condujeron a esa errónea concepción y su hermana gemela, la decepción.

Ergo, Dr. House:
La decepción no es el enojo de los débiles. La decepción es una venda caída de los ojos. El poder ver. La alegría de un nuevo descubrimiento. El inicio de una nueva vida.
Una mirada herida por la luz requiere tiempo para acostumbrarse. Pero lo logra. Con el tiempo, siempre lo logra.

La decepción anuncia el advenimiento de una nueva verdad.

Como las aves, como las nubes, como las olas: Neurociencia, budismo y Nietzsche

Con la mente sucede más o menos lo mismo que con todo: nos acostumbramos a verla de una cierta manera y creemos que así como es, es “normal”. Y entendemos por “lo normal” algo así como “lo natural” y por esto último, algo así como “lo bueno”: triple error. Como todo, la mente no “es”; deviene. Y eso quiere decir que todo el tiempo está en proceso de llegar a ser, de transformación constante. En eso se basa el "boom" que la neurociencia ha vivido en los últimos quince años, y que se ha dado a conocer como “el descubrimiento de la plasticidad neuronal”: nuestras neuronas también están en devenir. De ahí que la mente no tenga una forma de ser ni normal, ni natural, ni buena, sino que va adoptando diferentes formas de ser de acuerdo a la sociedad en la que vive y de acuerdo al desarrollo cultural de cada individuo. Las respuestas de la mente dependen, en pocas palabras, de la educación. ¡Ah, la educación! Bien ya lo dijo Platón: todo proviene de la educación y a la vez es resultado de ella.
Nosotros vivimos constantemente con una mente forjada al estilo holywoodense, y creemos que eso es lo normal. A este tipo de mentalidad también le podríamos llamar la mente “Romántica”, así, con mayúscula, para asociarla no al “romanticismo” bobo, sino al movimiento cultural llamado “El Romanticismo”. Retomando muy libremente una expresión del excelente texto "Cuando todo se derrumba", de la monja budista Pema Chödron, podríamos decir que el Romanticismo se basa en “echarle queroseno a las emociones” y exhibirlas al arder, para luego identificarnos plenamente con ellas. Pero estamos tan acostumbrados a ser así, que no nos damos cuenta de ello, creemos que ser así es normal, natural y bueno.
Sólo para poner un ejemplo, muy brevemente imaginemos el caso clásico de una ruptura emocional con la pareja. Se vive con ella por años, pero llega el día en que todo acaba. En lugar de vivir el acontecimiento con todo su dolor para luego dejarlo ir, el individuo suele vivirlo con todo su dolor para luego continuar echándole queroseno al mismo y continuar sufriendo. Ello culmina cuando el mismo individuo se identifica con ese estado mental y emocional y se define a sí mismo como “el abandonado” o “el que ha sufrido una ruptura emocional insuperable”: una sola de las múltiples características que pueden definirle como ser en el mundo, es mal interpretada y exagerada para luego pasar a ser la identidad personal. Mal interpretada, porque una ruptura de pareja implica un sinnúmero de situaciones, así como causas y efectos múltiples que nos impiden resumir todo en la simple idea de abandono. Y exagerada, por hacerla ocupar ese papel protagónico que parece darnos una identidad personal fija, por nefasta que ésta pueda ser. Como decía Nietzsche, preferimos creer en lo peor con tal de creer en algo. Preferimos una identidad espantosa, con tal de no asumirnos en devenir constante: no podemos con el devenir. Buscamos pretiles, algo fijo de lo que agarrarnos, pretiles a lo largo del río que corre sin cesar. Y al agarrarnos de cualquier manera el río nos arrastra, pero no libremente, sino agarrado de algo que nos hace rasparnos, lastimarnos: los budistas llaman a ese proceso Dukka, el dolor que produce ser arrastrado cuando uno va agarrado de algo
Grandes estudiosos de la mente desde el ámbito de la neurociencia, como Antonio Damasio, han llegado a conclusiones radicalmente similares a las que se puede llegar desde el ámbito de la filosofía de Nietzsche y de la psicología budista. No en balde grandes budistas, como Sangharakshita, se han acercado al pensamiento de Nietzsche, y grandes budistas, como el Dalai Lama, se han interesado activamente en la neurociencia. Tanto para el budismo como para la neurociencia, existe otra manera de lidiar con las emociones diferente a aquella a la que estamos acostumbrados. Esta última consiste en dejar que surja una emoción sin ser conscientes de que surge, como si ésta fuera algo no racional, para luego dejarla crecer y exhibirla arder. Para Damasio, detrás de esta forma de ser se encuentra la concepción del ser humano como un ser dual, un ser dividido entre su razón y su emoción. Y ese es otro error. Desde su fundamental y genial obra El error de Descartes, Damasio muestra cómo la emoción no es algo que se contraponga a la razón, sino todo lo contrario: la razón no puede existir ni ejercer sus aspectos benéficos, sin la emoción. La razón no es pura: está mezclada y requiere de la emoción. Sin esta última, la razón no es capaz de ejercer sus funciones más básicas, como ha sido demostrado desde el caso de Phineas P. Gage y de todos los Phineas de la historia.
Este individuo era un capataz de 25 años muy calificado y exitoso que trabajaba en la construcción de vías ferrocarrileras de Estados Unidos en 1848. En un accidente de trabajo que involucraba el uso de pólvora pisoneada con una varilla de metal, la pólvora explotó y la varilla salió proyectada hacia su pómulo izquierdo, perforó la base del cráneo y salió a toda velocidad por la parte superior de la cabeza. Insólitamente, Gage sobrevivió consciente a todo el accidente al grado de explicárselo con el cerebro abierto al médico que una hora más tarde lo atendió. Y no solo eso: Gage sobrevivió a la infección posterior, y sobrevivió para hacer saber a la humanidad qué sucede cuando un individuo pierde el lóbulo frontal del cerebro: sus capacidades motoras, así como las referentes al lenguaje y el razonamiento, no se ven afectadas en absoluto. El desastre lo vive, como lo vivió Gage, en el mundo emocional, lo cual le condujo al fracaso al aplicar las capacidades racionales a la vida diaria: labor imposible cuando el lóbulo frontal ha sido afectado. De ser un hombre líder, admirado por sus trabajadores y por sus jefes, Gage pasó a ser un pobre hombre incapaz de contralar sus emociones o de lidiar con el mundo.
Las emociones, pues, son necesarias para el proceso del pensar. Las emociones y los sentimientos que siguen a ellas no son “intrusos en el bastión de la razón”, dice Damasio, sino que se encuentran inmersos en ella, son parte de ella tanto para bien como para mal: ese es el descubrimiento fundamental que expone este reconocido científico, genial escritor, filósofo y neurofisiólogo en El error de Descartes y que sostiene también su libro sobre la neurociencia y la filosofía de Spinoza, en el cual expone porqué Spinoza tenía razón. Las emociones y los sentimientos, así como la regulación biológica que ellos implican a través de sus relaciones con el cuerpo, desempeñan un papel fundamental en el proceso de razonamiento.
¿Cómo razonamos, pues, desde la mentalidad holywoodense o Romántica, esto es, cuando creemos que lo “normal” es bañar de queroseno a nuestras emociones para luego dejarlas arder? Una mente que vive de esa manera la emocionalidad, afecta considerablemente su forma de razonar tanto como su manera de vivir. En palabras de Kavindu, otro monje budista interesado y hasta obsesionado con la neurofisiología actual, podríamos decir que en una primera instancia la mente aprende a atascarse en razonamientos que parecen remolinos en una corriente de agua. Para Kavindu esto implica dejar de fluir, y esto es gravísimo, pues como lo patentiza Damasio en su libro sobre Dascartes y como lo sabe la neurobiología actual, la mente que constantemente fluye y cambia de patrones, es una mente alegre, mientras que una característica de la mentalidad deprimida es su incapacidad para fuir, su constante fijarse en patrones mentales.
Decir que la mente Romántica vive atascada en patrones mentales repetitivos implica decir que vive atascada en sus propios laberintos. ¿Hay algo que permita salir de esos tortuosos laberintos? Aquí es donde viene al caso la psicología budista. Buda creía básicamente cuatro cosas: la primera, que la vida humana es dolorosa. No que la vida humana fuera únicamente dolor, sino simplemente que el dolor existe en nuestra vida. La segunda era su creencia en torno a las causas del dolor: no es pues que la vida “sea” dolorosa, sino que existen ciertas causas que hacen que la vida sea así. La tercera implica el señalamiento de estas causas: podemos conocerlas. Y la cuarta, si logramos conocerlas, es factible cambiarlas, de modo que existe una manera en que podemos vivir para dejar de hacer justo aquello que nos conduce al dolor. Todo budismo posible (¡y vaya que existen múltiples budismos posibles!) todo budismo, digo se basa en esas cuatro proposiciones, que son llamadas cuatro verdades básicas o “las cuatro nobles verdades”. Y sí que son nobles: su idea es que podemos simplemente dejar de sufrir.
Existe una metáfora que ejemplifica de manera muy clara todo lo aquí dicho: las cebras no generan úlceras. Duermen bien, comen lo que requieren y viven una vida pacífica. Hay algo que hemos perdido en el proceso de humanización: la tranquilidad. La cambiamos por estrés o Dukka, como queramos llamarle. Pero la tranquilidad y la estabilidad mental pueden recuperarse sin necesidad de renunciar a ser humanos. Imaginemos a la cebra: va pastando por la sabana, viviendo su vida plácidamente, cuando de repente de la nada sale un león. La cebra sabe qué hay que hacer sin necesidad de escribir un discurso filosófico: corre para salvar su vida. Corre, corre, su corazón se acelera y todos los músculos de su cuerpo reciben la señal cerebral y las sustancias producto de la descarga de adrenalina que son necesarias para correr. Si no logra escapar, hasta ahí llegó su vida. Si logra escapar, fluye en pocos minutos a un estado diferente. No se atasca en lo que sucedió, por traumático que haya resultado: no hay racionalidad que la atrape en discursos en tormo a lo sucedido, no hay quejas en torno a esa manía del león de querer comérsela, no hay resentimiento contra la vida, simplemente continúa viviéndola: las cebras, en efecto, como todos los animales que viven en libertad, no padecen estrés. Y todo parece radicar en dejar ir la experiencia vivida sin echarle queroseno a las emociones que ella ha hecho surgir.
Es claro que no somos cebras. Tampoco somos animales en libertad. El malestar de la cultura en que vivimos es el precio que hemos de pagar por poder escribir y decirlo, o por ser capaces de crear algo o de disfrutar una sinfonía de Mozart o la obra de Miró. La creatividad humana tiene un precio. Ah, sólo que éste es negociable: hay algo que podemos hacer para dejar de sufrir. Cuestionar la mente holywoodense o al menos compararla con la de las cebras, es ya tomar conciencia de ello. Podemos seguir siendo humanos pero aprender al mismo tiempo de aquellos otros seres que no se atascan en los dolores de la vida, sino que fluyen a otros estados de conciencia diferentes una vez que las circunstancias han cambiado. He ahí la clave: aprender a fluir junto con nuestras circunstancias. Dejar de crear diques e identidades que estancan el agua: somos río que fluye. Si pretendemos fijar nuestro sentido de ser en identidades acartonadas que se basan en situaciones que hemos vivido en el pasado, nos encerramos en nuestra propia mente. Y eso es lo que hace la mente Romántica o holywoodense: crea identidades basándose en emociones vividas, a las cuales ha incendiado previamente en queroseno…
Ya lo había dicho Nietzsche: hay una ligereza que no es la superficialidad. Remite más bien a la capacidad de volar, de cambiar de acuerdo al flujo de la vida misma, de no estancarse en ella, de no incendiarse en emociones repetitivas sino saber fluir, saber volar. “Que no construya su nido sobre un abismo quien no sea capaz de volar…” decía el filósofo. El problema, y en el fondo él lo sabía, es que no hay ningún otro lugar en donde construir el nido. Sepámoslo o no, todo nido es construido sobre un abismo: habitamos el abismo, no hay otro lugar a donde ir, aunque lo cubramos con mil máscaras: el cristianismo, el marxismo, el budismo: todas son diferentes maneras de habitar el abismo. Pero hay una manera lúdica y sana de vivir en los abismos: sobrevolándolos. Y para aprender a volar, hay que aprender a reír y a dejar pasar la vida en su flujo inevitable y natural. Ni empujar al río ni ponerle diques en el camino: panta rei, diría el griego Heráclito: todo fluye. Y wu wei, diría el chino Lao Zi: no hagas nada ante ello, simplemente aprende a fluir como lo hace el río en su curso, como lo hace el viento, sí: aprende a fluir como las aves, como las nubes, como las olas.
A eso se aprende cuando se practica la meditación budista. Por eso meditar, hace feliz al meditador. Una vez un alumno le preguntó a Kavindu: ¿Cómo sabes tú que un alumno va por buen camino? Él respondió: “Pues es difícil, ¿no? Esto es: ¿cómo saberlo? Aunque hay indicios, yo diría que se vuelven más ligeros…” Si: meditar te pone alas, te hace feliz. Terminas por ver que puedes disfrutar de la misma vida que antes te parecía un tormento, esto es: casi cualquier vida puede ser un tormento. Y casi cualquier vida puede ser motivo de agradecimiento y de contento. Aunque el verdadero iluminado, quitaría de ambas oraciones la partícula “casi”. Se medita para aprender a vivir cualquier vida posible, no la vida ideal. Se medita para aprender a ser feliz. Y si aparte de ello existen otros beneficios, pues… bienvenidos sean! Meditemos pues, meditemos ya. Y tengamos prisa por hacerlo, como quien no posterga el tomarse una medicina que sabe que le curará de un fuerte mal. Meditar, cura.

Una historia verdadera


Las cosas discretas,
amables, sencillas;
las cosas se juntan
como las orillas.

Carlos Pellicer

Esta es una historia que me ha parecido muy bella, pero sobre todo es una historia verdadera. Y lo es en más de un sentido. Primeramente porque realmente me sucedió. Pero también lo es en un sentido más radical: habla de cosas que tocan el fondo mismo de la vida, de cosas reales, es una historia verdadera en el sentido en que algunas tribus indígenas hablan del hombre verdadero: es una historia verdadera porque habla de cuestiones que son verdades para vivir. Aclaro lo anterior porque a la vez es una historia sumamente sencilla y quizá en ello radica su belleza. Pero hablemos del evento, que sí fue un evento.
Puedo comenzar por aclarar que yo tengo dos hogares. A veces me siento muy bien en uno, a veces en otro. En uno vivo con mis hijos y su padre, que es un buen compañero mío. Mi cuarto está junto a la biblioteca, frente a un jardín que no es grande, pero es hermoso. Mis hijos y su padre tienen sus habitaciones en la planta superior de la casa. Cuando por alguna razón no se siento bien ahí, emigro como un cangrejo ermitaño. Esos animalitos sí que son inteligentes: buscan un caracol que los proteja y hacen de él su hogar. Cuando les incomoda, simplemente buscan otro. Pues así yo a veces emigro a mi pequeño pero hermoso estudio en el que he preparado ya todo un hogar. Cuando entro en el, ya le saludo con verdadero afecto, ya siento amor por él. Ahí recibo a Myriam para trabajar, o a los alumnos del proyecto que estamos creando en la UNAM, o simplemente a mis amigos cuando queremos bailar y gritar y reírnos a gusto. También ahí acudo cuando quiero estar en soledad.
Con esos antecedentes como telón de fondo, ahora sí cuento la historia. Una tarde, entraba a mi estudio para preparar la cena de despedida de mi amiguito Luis, un hombre precioso que también es un niño gitano que brinca, actúa, analiza y nos hace pensar. Luisito se regresaba a Andalucía, a su bella Granada, con sus calles maravillosas callejuelas, con su Alambra, sus gitanos, su cante hondo, sus barrios árabes, en fin: retornaba a Granada, la bella. Y yo le quería despedir con una cena en la que se sintiera en su casa, le quería decir: mi casa es tu casa amigo del alma, porque te quiero mucho. Porque Luis es un amigo de mi alma, un amigo verdadero y un verdadero amigo. A él le cuento mis tribulaciones y se toma el tiempo para pensar. Piensa, se pone en mis zapatos, y luego dice: ¿Puedo hablar? Y ante mi consentimiento, habla de mi, nunca de él, se pone en mi lugar, actúa ser Paulina, hasta que da con claves para la resolución de un problema. Una vez en una cantina el mesero se acercó a ver qué diablos pasaba, porque Luis se levantaba y gritaba: actuaba a ser Paulina. Entonces Luis le dijo al mesero: "No se preocupe, que estamos jugando". Y prosiguió su actuación. Ese es mi amigo, yo diría, mi hermanito Luis.
En fin, la cosa es que entraba al estudio para hacerle su despedida, cuando a lo lejos vi una pequeña mancha en la pared y me dije: eso no es una mancha: eso es un animal. Me acerqué dispuesta a corroborar el grado de peligrosidad de semejante bicho, cuando para mi sorpresa mi corazón se abrió, sí, como esas flores que se abren a cámara rápida en los programas de National Geographic… se abrió ante una muy pequeña catarina, o como también les llaman, una mariquita.
Quien sabe qué tienen esos animalitos que hacen surgir de nosotros los más sinceros sentimientos de simpleza, de una sencilla alegría. Yo creo que las catarinitas, al igual que el olor del pino de Navidad, nos remiten a un lugar en donde era muy fácil ser feliz. Ese lugar es la infancia, pero no quiero con ello mitificarla como “un lugar feliz”: yo conocí, como muchos, algunos de los infiernos de la infancia, y no quisiera nunca regresar a ellos. Pero los niños, cuando lo somos, como lo fuimos en esa noche en que despedí a Luisito, tenemos esa capacidad de ser felices ahí, en el momento. Podemos sufrir lo indecible, enfermedades terribles, torturas psicológicas: los infirnos de la infancia son quizá los más terribles. Ya adultos quizá los recordamos, pero no los volvemos a vivir con esa impotencia propia solamente de los niños y las bestias, que sufren sin poder defenderse, como un toro encerrado en una plaza sin saber qué hacer, porqué está ahí, porqué le hieren y hasta cuándo va a terminar el infierno, la burla que únicamente acaba con su misma vida. Es dolororso que no podamos darnos cuenta del dolor ajeno, sobre todo cuando involucra a niños y a bestias que son tan inocentes como incapaces de defenderse.
Pero una catarina está lejos de todo ello... y en manos de un niño hace brotar la sonrisa más franca y veraz, y si ella acepta caminar por la mano y quedarse caminando un rato de una mano a otra… ¡Qué felicidad! En esos momentos no hay nada más que la catarina. No hay tormentos, ni doctores, ni aparatos, ni ausencias que hieran, ni hermanos mayores que temer: todo es la catarina roja y pequeña, con sus lunarcitos negros, caminando felizmente en mi mano… así, precisamente así, es el pino de Navidad: su olor remite a un lugar en el que era muy fácil cambiar de estado de ánimo hacia la felicidad. El pino huele a expectativas cumplidas. ¿Qué es la vida? ¡Una muñeca Lily Ledi! Y sí: hela ahí. Días enteros sospechando que la caja envuelta en papel navideño escondía en efecto la muñeca, y ahí está, la saco de la caja, la abrazo, brinco de alegría, le pongo nombre. Sabrá dios porque a mi madre no le ha parecido correcto que se lo escriba con tinta indeleble en la frente:Alicia: ese es su nombre y ahora todos pueden saberlo porque lo dice su frente: eso es la felicidad, a eso me remite el pino de Navidad. Quizá por eso su olor me atrae y a la vez me duele: porque se que hoy no es tan fácil ser feliz. Pero de eso trata la historia de la catarina. Sigamos.
Con muchísimo cuidado tomé la pequeña catarina y corroboré que no podía volar. Ni siquiera podía caminar: se estaba muriendo. Me tomó un buen tiempo colocarla en una servilleta de papel sin lastimarla y de manera casi instintiva, me mojé la mano y le rocié diminutas gotitas de agua. Para mi sorpresa dio unos pasos. Entonces coloqué la servilleta en un plato verde, verde como el pasto, pensé. Tomé agua e hice un charquito a dos milímetros de ella. Caminó y creí ver que bajaba la cabecita para beber. Estoy alucinando, pensé. Corrí por mis lentes para ver de cerca, que son una especia de lupa, y entonces tuve el privilegio de observar a la pequeña bebiendo agua. Me emocioné mucho, pero no tanto como cuando comenzó a caminar. Despacito, caminó, exploró la servilleta, luego parte del plato, y regresó a beber agua. Emocionada corté una hoja del bambú y le puse una granos de azúcar moscabada. Y con mis lentes de superwoman, vi como bajaba su cabecita y se demoraba en el azúcar. Se demoró un buen rato, no podía ver si comía o no, pero entonces, señores y señoras, salió como Fitipaldi por toda la servilleta y recorrió el plato verde con una energía y un contento que inundaron todo el apartamento.
Sonó entonces el timbre. Eran mis amigos. Yo ni siquiera pude recibirlos y tomar las cosas que traían para la cena, solo les dije: ¡Vengan, vengan pronto a ver esto! Todos se demoraron en la catarina; escucharon la historia y corroboraron como bebía agua. Fueron testigos de su fallido intento de volar: no podía sacar bien las alitas. Juntos deliberamos si debía dejarla en el estudio o sacarla a la jardinera de mi terraza, en donde unas plantas silvestres ya completamente secas ocupan el lugar de las que yo aun no he sembrado. La decisión final fue dejar ahí a la catarina, en esa inhóspita jardinera, y así lo hice. Pasamos la noche jugando como niños pequeños: a ratos atravesábamos las honduras del pensamiento, para de repente bailar como locos o ponernos a actuar para que los demás se carcajearan con nuestras actuaciones. Fue una noche feliz, muy feliz. Cuando se fueron, decidí que estaba cansada y me quedé a dormir ahí.
Al día siguiente llegó Myr a trabajar en una serie de documentos absurdos que tengo que preparar para no dejar de ganarme la vida haciendo lo que me gusta: dar clases y filosofar. Después de un rato de trabajar la invité a salir a la terraza a fumar un cigarrito. “Debe estar calientita porque le da el sol” le dije, y como hacía mucho frío, pues nos salimos a la terracita, que en efecto estaba calientita. Me senté en la orilla de la jardinera e iba a limpiar con la mano un lugar junto a mi, para invitarla a sentarse, cuando la vi: mi catarinita iba caminando felizmente por la orilla. Emocionada se la mostré a Myr y le platiqué toda la historia. La tomé, se subió de inmediato a mi mano, y entonces Myr me dijo ¿no debiéramos sacarla al jardín? Abrí la puerta de mi terraza, que da a un pequeño pero muy cuidado jardín y, catarina en mano, fui por la manguera, limpié lo básico, podé un poco, y sí: dejé a la pequeña en el jardín. La última vez que la vi ahí andaba, comenzaba a volar si acaso unos centímetros. No se si sus alitas se estaban mejorando o si simplemente era una bebé creciendo poco a poco.
Pero la reflexión final surgió cuando le conté esta historia a un querido amigo ya mayor, que malhumorado me dijo: cómo se ve que no tienen nada que hacer. Lo único que respondí fue: Pero sí, que tengo muchísimo trabajo… porque en verdad lo tengo, mucho, muchísimo, demasiado, diría yo. He ahí la cosa: ¿por qué demorarme entonces en una catarina, porqué demorarme en contar su historia, nuestra historia, una y mil veces a cada persona y, no siendo suficiente, venir a escribirla acá?

Porque las cosas sencillas que en verdad nos gustan que nos llaman de manera natural, como una catarina o antaño una muñeca Lily Ledi, son las que aun pueden darnos un poco de felicidad. Solo que eso no lo sabemos y cuando nos lo dicen, no lo creemos: tenemos que vivirlo. Las cosas discretas, las cosas sencillas, si logramos que se nos peguen y ser con ellas una breve orilla, crean una nueva perspectiva de la vida: son la vida misma. Buscamos “grandes” aventuras, “grades” viajes, “grandes” amores, supuestamente para darnos cuenta de que estamos vivos, de que somos osados, de que somos amados. Pero no funciona… ¿porqué? Por que lo que hace grande o pequeña una aventura, un viaje o un amor, es la capacidad de aceptar y amar las cosas sencillas que se dan sin más, y darles aire, permitirles existir en la ligereza de la alegría. Cuando a una aventura, a un viaje o a un amor le falta la ligereza de la alegría, y no nos hace reír, y no nos abraza como a la vida misma, y no nos hace sentir la intimidad de la vivencia más honda, cuando no hay, en resumen, alegría sino sentimiento de ausencia y de lejanía, es que algo anda mal: no se están valorando las cosas sencillas, las cosas discretas. No hace falta tener grandes aventuras, ni viajes, ni amores, ni nada. Hace falta ser capaz de darle a nuestra existencia el aire, el respiro de ser feliz en las cosas sencillas que nos atraen de manera natural. A unos nos gustan los animales. A otros las caminatas, otros más disfrutan la música, la escritura o las palabras. Pero esas cosas sencillas que nos llaman de manera natural, son las que pueden darle sustancia a nuestras vidas. Y son las que acaso podamos compartir con nuestro iguales, con aquellos que aman y se demoran en esa mismo tipo de cosas sencillas. Y sí la clave está, como decía Pellicer, en juntarnos con ellas, como dos orillas.
No se qué haga en este instante mi pequeña catarina. Pero en mi dejó la presencia de su pequeño caparazón rojo y de sus alitas intentando volar: dejó la presencia de las cosas sencillas que ma atraen y me gustan de manera natural. Por eso he venido aquí a contar esta historia, así quizá otros más se dejen llevar por las cosas amables y sencillas que les llaman de manera natural...

Tomás y las palabras

Dice mi querido amigo Tomás Pollán, que él retoma la distinción entre amigos, conocidos y saludados. Ayer, con él y mis amigas, reímos mucho y disfrutando de una cena al aire libre. Reímos como solemos hacerlo cuando estamos entre amigos, con Tomás. "Entrañable" es una palabra que define bien el sentimiento que Tomás provoca en las personas. Es una gente que uno la siente así: entrañable. Vaya usted a saber la razón por la que pocas personas nos hacen sentir eso... Quizá sea que la inteligencia brilla e ilumina al otro cuando en ella anida el sentido del humor, y para eso, como para muchas otras cosas, Tomás se pinta solo. Pero lo que quiero reflexionar aquí tiene que ver con algo que me comentó este singular amigo mío (que no conocido ni saludado, sino amigo): algo que me ha dejado pensando.
Tomás ama las palabras. Puede ser feliz horas y horas en compañía de su Liddell-Scott y su Corominas. Me imagino que ese es uno de los muchos gustos que compartimos... estando de viaje yo también suelo extrañar esos diccionarios, y anhelo regresar a ellos para consultar palabras, para que me hablen las palabras, para que me expliquen su verdadero significado...
Me dice Tomás que son dos los posibles orígenes de la palabra "solo" y por lo mismo de sus derivados "soledad", "solitario" y demás. Y esto resulta más que interesante, pues ambas posibilidades remiten a algo muy positivo... La primera sería holon, esto es, olon con espíritu áspero, de donde viene "holístico" ser completo, o como dice Octavio Paz, completud. Ser o estar solo es estar completo... la otra posibilidad remite al mismo vocablo de donde viene la palabra "salvado" o "salvar": estar solo sería estar a salvo...
¿Cómo hemos llegado entonces a temer la soledad o a verla como algo negativo? Hablo en plural y no debiera, pues por supuesto existen aquellos que aman la soledad. Marguerite Duras, por ejemplo, decía que ella misma había construido su soledad, para lograr hacer lo que deseaba hacer, a saber, su obra. Y bueno, como ella muchos han alabado la soledad, de hecho toda la filosofía de Nietzsche y Heidegger son de alguna manera un canto a la soledad.
Me imagino que en esto sucede como en todo: hay diferentes tipos de soledad. Hay soledades malsanas en las que el individuo se ensimisma y se encierra en sus propios laberintos y en sus propias torturas. Hay en cambio soledades en las que, como fruta al sol, el espíritu crece y madura. No hay una forma de estar solo, existen múltiples maneras de vivir o crear la soledad. Y la que me interesa es esa que mi querido Tomás cree factible derivar y por lo mismo relacionar con el estar completo y el estar a salvo. Sola, completa y a salvo serían tres sinónimos cuando la soledad no nos hace vegetar, sino madurar. Nietzsche decía que el Sol que se requiere para madurar en soledad, es el amigo: un amigo lejano, y a pesar de ello siempre presente.
Y con esto comprendo algo que no terminaba de ver: la razón por la que comencé a escribir esto hablando sobre la distinción entre amigos, conocidos y saludados. Yo creo que un amigo es un hermano cuyos padres no son los mismos que los tuyos. Pero volviendo a nuestras amadas palabras, el vocablo "hermano" viene del latín Germanus, que significa "verdadero, natural, auténtico". Un conocido o un saludado no requiere veracidad ni autenticidad alguna. El saludo "¡Hola! ¿cómo estás?" ante un conocido, no es más que una mera formalidad: nunca esperamos que nos diga cómo se encuentra. En cambio la misma fórmula, cuando viene de labios de un amigo, llega directo al fondo y no podemos evitar sonreír si estamos bien, o callar con dolor si estamos mal. El amigo sabe de inmediato cómo estamos: al Germanus no se le puede mentir, y cuando se intenta hacerlo, él siempre sospecha que algo se esconde, él sabe que mentimos pues dejamos de ser Germanus, hermanos, en ese momento.
En fin, no es mucho lo que he escrito, ni tiene una sola idea desarrollada de manera lógica... más bien he picado aquí y allá diferentes temas. La soledad, la hermandad, Tomás, la amistad... pero a veces así pasa. Una no escribe siempre igual. Que vuele pues al ciberespacio esta reflexión. Quizá encuentre algún cibernauta al que le sea útil o en el que haga anidar algún pensamiento...

Desvariaciones sobre un tema de Paulinini

Para Myriam

A raíz de mi comentario sobre la película “Origen” Myriam, mi ayudante en la UNAM, me hizo ver algo fundamental. “¡Escríbelo en el blog!” le dije. Pero no lo hizo, lo cual es una lástima, porque tiene un punto muy importante… De ahí que las palabras que siguen no son en sentido estricto mías, yo solamente las transcribo debido a que esta ocasión una especie de timidez parece haberla conducido a la agrafía que nos priva de su delicada y fina sensibilidad.
Myriam considera –y hace muy bien- que la clave de toda la película y de todo lo que yo traté de decir, radica en las palabras que el personaje principal le dice a la amada: se que tú no eres real, que esto es un sueño, porque no tienes la complejidad de ella.
Kavindu, mi maestro, insiste en ese punto clase tras clase: filtramos la realidad, la sesgamos, la depauperamos, y con ese mínimo que queda, así de pobremente, la etiquetamos. Para poder “funcionar” en la vida cotidiana, cometemos el error de tomar la parte por el todo. Y luego, fijamos esa parte, la congelamos, ¡y nos la creemos!: nos quedamos con una fotografía estática que no es la persona verdadera, una foto que a duras penas la representa. O más bien la pseudo representa, porque la persona que está en el presente, no es la misma que la del re-presente. El re-presente en el cual re-presentamos, lo que se re-presenta aparece como un ser muy menguado, muy poco complejo, y sobre todo, muy etiquetado y como tal, estático, inamovible. La vida no es así. La vida es flujo constante.
Había pues comenzado a escribir sobre esto, cuando hoy me encontré con Myriam y Jorge, en Nalanda. (Mi abuela decía: Dios los hace y ellos se juntan). Comentamos eso otra vez en torno a “Origen”, y hablamos de cómo la realidad es ese flujo incesante, mientras que el recuerdo es la mera imagen casi congelada. Y Myr dijo: “Pero es que vivimos atrapados en un mundo de imágenes”. Y he ahí la cosa, ya lo dijo Heidegger: vivimos en la era de la imagen del mundo, en la cual todo es imagen: y esto es así, hasta lo grotesco. Hay mujeres y hombres que estudian y enseñan “diseño de la imagen”. Los políticos diseñan su imagen. La gente vota por una imagen. Los hombres y mujeres nos vestimos de una cierta manera y no de otra, y proyectamos en efecto una imagen. Hay quienes creen que conocen a la persona con ver su fotografía, como si no existiera ningún misterio detrás de ella, como si la imagen lo fuera todo. La época de la imagen…
Viene entonces al caso que cuente aquí que anoche estuve el programa de Fernando Rivera Calderón, ese músico, filósofo, poeta y loco que dirige el programa “La noche W”. Íbamos a hablar sobre Taoísmo. Cuando me preguntó cómo sería una sociedad taoísta le hablé del individualismo taoísta, de la imposibilidad de socializar el taoísmo, de cómo este era una repuesta casi anarquista al confucionismo.
Pero la verdad es que luego, platicando con Arturo, me di cuenta de que eso no es verdad. Arturo me hace pensar mucho. Tiene una inteligencia poco usual, medita, hace yoga, estudia budismo y pasamos horas hablando de esto. Platicando con él me di cuenta de que una sociedad taoísta de ninguna manera permitiría la publicidad que genera deseos adquisitivos en el individuo. Para Lao Zi, por ejemplo, el robo, que es un gran mal para toda sociedad, lo ocasiona la exhibición de objetos que no están al alcance de todos. Exhibir esos objetos genera un deseo insano de poseerlos, y por eso a aquellos que les está vedado satisfacer ese deseo, roban. Un sociedad taoísta sería bastante más simple en todo, hasta en lo más elemental: condimentaría menos la comida (Cf. Tao Te King, o François Jullien, Elogio de lo insípido) y buscaría la satisfacción de los deseos más simples y naturales (lo que los taoístas llaman pu) de manera bastante cercana a Diógenes.
Hoy resultaría impensable un individuo que viviera al estilo de Diógenes. Tratemos de imaginar de manera actualizada lo sucedido entre él y Alejandro Magno. Imagínense un homeless gringo o un desposeído mexicano o de cualquier nación: es igual. Imagínense que llegara Obama o Calderón (que se quedan chiquititos junto a Alejandro Magno, en todo) y le dijera:
“Buen hombre, dime qué puedo hacer por ti. Pide y lo que pidas te será concedido”
¿Se imaginan al pobre hombre diciendo: “Te pido que te hagas a un lado porque me estás tapando el Sol”? No: pediría casa, comida, ropa, electrodomésticos, muebles, coche, chofer, una computadora, televisión, en fin... estamos muy lejos de los valores taoístas. Condimentamos todo con avidez: desde la comida hasta la diversión... pocos son placeres naturales y sencillos.
Myriam y su comentario a la película me lleva a pensar que si vivimos, como decía ella, atrapados en un mundo de imágenes, difícilmente podemos soltar la imagen que tenemos de todo lo que vemos, y eso nos incluye que difícilmente podremos soltar la imagen que tenemos de nosotros mismos. Ser “la Doctora” o “la señora”, “el director”, “el jefe”, o lo que sea, es un falseamiento radical. Funciona para la vida diaria, pero quien se lo cree, se pierde a sí mismo en la etiqueta. Por que una, o uno, siempre es más complejo, más enriquecedor, mas “más”, que un título, por honorario o por miserable que éste pueda ser.
Podemos saber que vivimos en un mundo de sueños, el cual incluye, por cierto, las pesadillas, cuando aquellos en quienes pensamos –o incluso aquello a quienes vemos- no son complejos, sino que los podemos etiquetar y definir fácilmente. En el mundo real, nada es definible, todo fluye, sí: Heráclito y hasta Cratilo.
Pero si en el mundo real nada es definible, sí puede en cambio ser amable, claro, en el sentido más radical de la palabra. Amable, es aquello que se puede amar. La karuna, la compasión como la entiende el budista, es la aceptación y el amor a uno mismo y a todo lo que existe en toda su complejidad, es lo que puede distinguir la vida, del sueño. Creo… hasta donde voy, eso es lo que creo.
Un ayudante de profesor teóricamente ayuda al profesor a calificar, a dar clases ocasionalmente: así el ayudante aprende a hacerse profesor. Pero mi ayudante se ha convertido en mi maestra. Ella me enseña cosas que muy pocas personas pueden hacerme comprender. Y lo más curioso es que lo hace siempre sonriendo, como si dijera cualquier cosa. Como si recitara una composición sobre los insectos en un concurso de retórica japonesa… Es cuando comprendo lo que es inclinarse ante alguien con agradecimiento y amor: no es un ritual impuesto, sino algo que sale de manera auténtica en contadas ocasiones. Gracias Myr, por tantos años de compañía y de ayuda más allá de aquella que tan puntualmente realizas día con día en la Universidad. Gracias por no conformarte con ser mi ayudante y ser, ante todo, mi amiga.

Di Caprio, Borges, Nietzsche y el sueño de Zhuang Zi

Dedico este breve escrito a mi maestro Kavindu

El parágrafo más afamado de Los capítulos interiores de Zhuang Zi es aquel en el cual el filósofo chino despierta y dice: “Soñaba que era una mariposa que volaba, y ahora que despierto, no se ya si soy una mariposa que sueña que es Zhuang Zi.”

Que la vida sea un sueño, para todo hispanoparlante medianamente culto es casi un lugar común. De inmediato surge en nuestra mente la bella frase de Calderón de la Barca: la vida es sueño y los sueños, sueños son. Pero ya creer en serio que la vida es sueño, me molesta, me incomoda: siempre me ha irritado. Diga lo que diga Descartes, yo se, yo se que esto no es un sueño. No es igual que sueñe la muerte de mi mejor amigo, a que en efecto muriera. La diferencia es abismal. Si lo sueño, al día siguiente le llamo y se lo cuento, le digo que quiero verlo, en fin: ahí está él, tan completo como ayer. Si muere, no puedo ya más contarle nada, ni abrazarle, ni decirle lo mucho que le quiero.

A quienes nos hemos detenido en esa pregunta desde el ámbito filosófico, esa idea nos da cierta comezón. Pensamos por lo general en René Descartes, el genial filósofo francés que se obsesionó con encontrar la manera de lograr certeza acerca de esta vida y de lo que en ella conocemos. Una vida en la cual yo soy yo y tú eres tú y en la cual ambos sabemos a ciencia cierta, que esta vida no es un sueño. La certeza la encontró en la duda misma: dudo, ergo, pienso; pienso, ergo, existo… y conozco el mundo de una cierta manera que me da certeza… A Zhuang Zi este razonamiento le hubiera parecido una verdad de Perogrullo.

Por su parte, Heidegger encontró un camino diferente a la duda cartesiana. El escándalo para él no radica en la ausencia de la certeza o de la respuesta a la pregunta por mi existencia y mi relación con el mundo, sino en el hecho de que sigamos formulándonos esta pregunta. Se que existo y se que conozco el mundo porque al ser humano, el simple hecho de “ser en el mundo” me da ya una cierta intimidad ontológica con éste, y por lo mismo una cierta certeza intuitiva de la cual no es necesario dudar. El escándalo es que desconfiemos de esa intimidad inmediata. Lo lógico no sería preguntar cómo es que conozco el mundo y si en verdad esta vida no es un sueño: lo lógico sería preguntarnos porqué a ratos se rompe esa intimidad con el mundo y acontece la duda o el error.

Y sin embargo, es espléndido poder escribir sin ataduras académicas, y contar aquí lo que me ocurrió al salir de la película “Origen” de Di Caprio. Cotidianamente salí diciendo lo usual: “¡Uf, qué loca! Total que ella no se quedó en el sueño, pero creía que sí estaba en el sueño: la semilla de esa idea jamás la abandonó… y él, en cambio… bla bla bla…” Caminé unos pasos y entonces todo comenzó…

Recordé que Borges creía que los sueños compartidos existen: ellos son la realidad. Entonces miré a una pareja que parecía discutir, pero de inmediato soltaron ambos una carcajada y se abrazaron. Una señora parecía triste y de la nada una sonrisa iluminó su cara y algo comentó al hombre que la acompañaba. ¿La acompañaba? ¿Él a ella? ¿Ella a él? Comenzó mi viaje: soy yo quien interpreto cada rincón que veo, cada rostro, cada persona y luego los etiqueto. Ése es gordo, aquel otro está triste, esa pareja luce agobiada, esa otra está enamorada… ¿si? Y no solamente eso: mi madre me quiere de tal y tal manera, mi padre de tal otra, mi hermano mayor piensa esto de mi, mi otro hermano piensa otras cosas, mis hermanas creen que… mis alumnos creen que yo… mis amigos son así, mis enemigos asado… ¡Tengo todo un mundo etiquetado, en el cual a cada personaje que lo habita, le he asignado un rol! He construido un mundo en el cual conservo referentes fijos de mi infancia, juventud, de cada momento y cada persona que se ha asomado a mi vida… y de las que no, también!

Claro que no lo he hecho sola… me baso en actitudes que los otros han tenido hacia mi en el pasado. Pero justo eso: sus actitudes ya no existen más, ni yo soy la que era, ni ellos son los que fueron… Eso que fueron, es algo que ya no existe, es algo que habita en mi mente como un recuerdo, no tiene realidad alguna, o tienen la misma realidad que… un sueño! Eso, es solo un sueño. La vida entonces ¿es sueño? Me niego, digo no, yo estoy aquí, soy sólida, no me desintegro en el aire… ¿no? En efecto, por un microsegundo Universal, eso es verdad: la vida no es sueño, es instante. ¡Heráclito! …nunca podemos entrar dos veces en el mismo río, porque nuevas aguas corren tras las aguas. Ahora entro, salgo, de inmediato vuelvo a entrar: el agua que tocó mi cuerpo ya va lejos, muy lejos. Y no solo eso: mi cuerpo ya es otro, ya perdió células de la piel con tan solo rozar el agua… y yo soy otra, nuevas sensaciones me hacen pensar en nuevas cosas, he cambiado, no soy ya igual… ¿soy la misma? ¿O Cratilo?: el río ¿existe siquiera? ¿No “río” es acaso ese el nombre que le hemos dado al flujo incesante de agua que siempre está en perpetuo cambio? ¿No son nuestros conceptos meras etiquetas que requerimos para no caer en el vacío de la nada? ¿No son nuestras palabras una forma de asirnos a un pretil que nos permita encontrar fijeza, que nos de la sensación mínima de una cierta seguridad? Y entonces recordé un parágrafo de Nietzsche, mi amado Nietzsche:

“Cuando el agua tiene maderos para atravesarla, cuando existen puentecillos y pretiles sobre la corriente: en verdad, allí no se cree a nadie que diga: «Todo fluye»

Hasta los mismos imbéciles le contradicen. «¿Cómo?, dicen los imbéciles, ¿que todo fluye? ¡Pero si hay puentecillos y pretiles sobre la corriente!

Sobre la corriente todo es sólido, todos los valores de las cosas, los puentes, conceptos, todo el ‘bien’ y el ‘mal’: ¡todo eso es sólido!» -

Mas cuando llega el duro invierno, el domeñador de ríos: entonces incluso los más chistosos aprenden desconfianza; y, en verdad, no sólo los imbéciles dicen entonces: «¿No será que todo permanece - inmóvil?»

«En el fondo todo permanece inmóvil» -, ésta es una auténtica doctrina de invierno, una buena cosa para una época estéril, un buen consuelo para los que se aletargan durante el invierno y para los trashogueros.

«En el fondo todo permanece inmóvil»: - ¡mas contra esto predica el viento del deshielo!

El viento del deshielo, un toro que no es un toro de arar, - ¡un toro furioso, un destructor, que con astas coléricas rompe el hielo! Y el hielo - - ¡rompe los puentecillos!

Oh hermanos míos, ¿no fluye todo ahora? ¿No han caído al agua todos los pretiles y puentecillos? ¿Quién se aferraría aún al «bien» y al «mal»?

«¡Ay de nosotros! ¡Afortunados de nosotros! ¡El viento del deshielo sopla!» - ¡Predicadme esto, hermanos míos, por todas las callejas!

Existe una vieja ilusión que se llama bien y mal. En torno a adivinos y astrólogos ha girado hasta ahora la rueda de esa ilusión.

En otro tiempo la gente creía en adivinos y astrólogos: y por eso creía «Todo es destino: ¡debes puesto que te ves forzado!»

Pero luego la gente desconfió de todos los adivinos y astrólogos: y por eso creyó «Todo es libertad: ¡puedes puesto que quieres!»

Oh hermanos míos, acerca de lo que son las estrellas y el futuro ha habido hasta ahora tan sólo ilusiones, pero no saber: y por eso acerca de lo que son el bien y el mal ha habido hasta ahora tan sólo ilusiones, ¡pero no saber!”

La vida es aquí y ahora, es este instante en que escribo cada letra… ¡No! Es este instante en que tengo la intención de tocar con la punta de mi dedo una tecla para escribir una letra que forme una palabra para lograr un discurso que tú leas y creamos ambos que hay algo más que un sueño… La vida transcurre únicamente en el instante. Todo lo demás, el pasado y el futuro, solamente existe en mi mente… de manera muy similar a como existen los sueños: en mi mente. Todo lo demás, todo lo que no es “instante”, es como un sueño: tiene la misma consitencia que un sueño.

Hasta ahí voy, Kavindu. Ya casi, casi, casi, puedo decir: la vida es sueño.

Otro cuento taoísta

En la época de los Reinos Combatientes, China consistía en un puñado de pequeños reinados que no dejaban de hacerse la guerra el uno al otro. Un día el rey Wu, decidió invadir el reinado cercano que quedaba hacia el Oriente: sabía que era un reino pequeño y mal armado que no contaba con un ejército tan poderoso como el suyo, de modo que parecía una presa fácil. En eso deliberaba con sus consejeros cuando los espías le informaron que otro reino, que quedaba hacia el Occidente, había preparado a todas sus tropas en la frontera con Wu... evidentemente, se habían enterado de la invasión que el rey planeaba, y en cuanto el rey y sus ejércitos salieran a combatir, ellos entrarían a conquistar el reino de Wu.
Pero los consejeros no se atrevían a contradecir a su rey, pues cuando cortaba cabezas no lo hacía metafóricamente, sino que en efecto, las cortaba! Con todo y eso el más sabio y leal consejero se atrevió a tratar de hacerle ver la realidad, y le dijo: "Majestad, mientras nuestros ejércitos invadan el reino de Oriente, otro reino de Occidente nos va a invadir, y al regresar a casa nos arrepentiremos de lo hecho". Como era un sabio y fiel consejero, el rey sólo le cortó la cabeza metafóricamente, esto es, lo corrió de su puesto. El viejo consejero, desesperado, acudió con Zhang Zi, que era -y sigue siendo- un sabio taoísta muy respetado. Le contó la historia y Zhuang Zi le dijo: veré qué puedo hacer, al menos lo intentaré.
Pocos días después entró a la sala del rey Wu un soldado que llevaba a Zhuang Zi atado como a un delincuente. El rey reconoció de inmediato al sabio maestro y reprimió duramente al soldado, le ordenó soltarlo y lo degradó. Pero el soldado se defendió diciendo: "Majestad, pero lo sorprendí cazando en vuestros jardines reales". (Eran chinos españoles, por eso decían lo de "vuestros"... :-D) La cosa es que al escuchar eso, que era considerado un verdadero crimen, el rey le dijo a Zhuang Zi: "Jolines! ¿es verdad lo que he escuchado?" Entonces, ya en serio, el sabio Zhuang Zi le dijo al rey:
"Majestad, te voy a contar lo que ha sucedido. Yo iba a cazar algo para comer en el bosque, no tenía intención de penetrar en tus jardines. Pero en eso estaba cuando una gran ave pasó rozándome el hombro y se posó en la frontera de tus jardines. Me acerqué a ella y me sorprendió que no notara mi presencia. Me acerqué más y entonces comprendí todo: ella estaba cazando un camaleón, pero esperaba porque a su vez el camaleón estaba cazando a una cigarra... de modo que ella aguardaba el momento justo para comerse a los dos... y pensé: "estos animales así son: por seguir sus impulsos, a veces olvidan cuidarse a sí mismos". Y eso pensaba cuando tu soldado me atrapó y me condujo hasta acá. De modo que en el camino pensé: "así somos los seres humanos: por dejarnos atraer por el mundo exterior, olvidamos cuidar el mundo interior, que es el más importante."
Se cuenta que el rey Wu miró de manera penetrante por un largo rato a Zhuang Zi y después esbozó una sonrisa de complicidad para ordenar: "dejadle libre". Esa noche el rey decidió no invadir al vecino, sino mantener sus tropas ocupadas en todas sus fronteras, velando por el bienestar de su gente.

Quizá, quizá, quizá...

Toda religión que medianamente se respete a sí misma, coincide en que todo lo que sucede, sucede por alguna razón. En otras palabras, la religión nos salva del sinsentido, y particularmente del sinsentido del dolor. Porque en realidad a nadie le interesa el sinsentido del placer o de la alegría: a éstos simplemente los recibimos con las puertas abiertas de par en par. En cambio el displacer o el dolor, a esos no los queremos… de modo que cuando se presentan buscamos las razones por las que están ahí.

Para el cristiano, el dolor se explica a través del pasado y del futuro. Hacia atrás, todo individuo es “deudor” de un cierto pecado original que no queda del todo claro en qué consiste. Pero de cualquier manera, la canción de bienvenida que el cristiano ofrece al recién nacido canta la estrofa de un “yo pecador” que es tal por pensamiento, palabra, obra u omisión. Hagas lo que hagas, no te salvas de ser pecador. Así la Iglesia cree que mantiene un público cautivo asegurado… y todo parece indicar que no se equivoca al creerlo. Pero también el sufrimiento se explica hacia el futuro: dichoso los que sufren, dichosos los pobres, dichosos los últimos, porque de todos ellos será el reino de los cielos, ellos serán los primeros. Extraño argumento, si pensamos que un asesino serial puede ser pobre y sufrir considerablemente, pero en fin: es el reino de la fe, no de la razón. Quien solo tiene fe, puede creer en las barrabasadas más incoherentes, sin siquiera darse cuenta.

Para algunos los budistas, el dolor nos remite al pasado, pues es el resultado de nuestras acciones. Algunos consideran que se trata de nuestras acciones en esta vida, otros, de nuestras acciones en vidas pasadas. Esta idea no carece de una buena lógica. Es evidente que cosechamos lo que sembramos, aunque aquí alguien podría decir que, por ejemplo, Carlos Slim es feliz sin haber sembrado tanto como ha cosechado… porque miren que ha cosechado! Pero yo le preguntaría a este señor ¿en verdad es usted feliz, Sr. Slim? Mmmmm… no lo se, pero no lo creo. Se la ha de pasar bien, no lo dudo, pero ser feliz es mucho más que eso.

Pero lo que me interesa señalar es otro tipo de budismo que encuentra una explicación al dolor en nuestra propia psicología. Sufrimos porque tenemos ciertos pensamientos, imágenes mentales o emociones, que conforman ideas falsas de nosotros y de los demás. Pero no sólo las conforman, sino que las “congelan”, o como le gustaba decir a Nietzsche, las “egipcianizan”. A lo que me refiero es que no solo las conforman, sino que las establecen como absolutas e inmutables, eternas y únicas. Y eso, sí que causa dolor.

¿Cómo superar ese dolor desde esta perspectiva? Pues haciendo con nuestros patrones mentales, lo mismo que hacemos con la chapa de la puerta de la casa cuando se oxida: le ponemos removedor, aceitito para que gire lo que tiene que girar, para que se mueva lo que se tiene que mover. O hasta la quitamos, la mandamos a volar y ponemos una chapa nueva. No hay porqué quedarse eternamente apegados a una chapa vieja: tampoco a una idea dolorosa.

Pero ¿Cómo hacerle para curar el dolor? Bueno, hasta donde voy, hasta este punto de mi camino, ese aceitito que mueve los engranajes de nuestro cerebro, en Occidente los budistas le han llamado “meditación”. Y sí que mueve los engranajes, y sí que cambia patrones mentales, y sí que es un cambio de paradigma de 180 grados con respecto a lo que creemos que somos los seres humanos en Occidente.

E implica, por supuesto, un concepto de felicidad que no tiene nada que ver con la que puede tener un millonario económico. Es una felicidad que solo pueden tener los millonarios de otro tipo. Y creo, no se si me equivoque, pero creo que para lograrlo es necesario un maestro: alguien que sepa bien lo que hace y que tenga el honesto deseo de transmitirlo... se dice fácil, pero yo tardé bastante en encontrarlo. Tener un buen maestro en esto es tan importante, que en la antigua India el saludo habitual entre meditadores para un desconocido era: "¿Quién es tu maestro?". Yo respondería: Kavindu. He encontrado un maestro, solo me queda hacer todo por ser una buena discípula.

Esas cosas he pensado y sobre eso he leído estos días de lluvia y encierro, con mi tobillo fracturado, de modo que sí, vuelvo a mi viejo cuento taoísta: Me rompí un pie… Ay, qué mala suerte… ¿si? Quizá… quizá… quizá… Ja, ja, ja!

Entre "gracias" y "desgracias", con Sangharakshita

A raíz del cuento taoísta que les conté, Anónimo respondió algo que me hizo pensar y la respuesta terminó convirtiéndose en algo nuevo, así que ahí va. Le decía y le digo tanto a Anónimo como a ustedes, que la palabra "gracia" o incluso su tan usado plural, "gracias", me ha hecho receptiva a este cuento. ¿Qué es una gracia para el ser humano? El ejemplo más contundente para mi, es el de lo sucedido a un joven de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, llamado Norman Sverdlin. Este joven murió en un accidente y los padres quedaron destrozados, y lo que ellos hicieron con su desgracia para mi fue una lección. Instituyeron un premio anual que lleva el nombre de su hijo: Norman Sverdlin. Y cada año tres estudiantes (uno de licenciatura, otro de maestría y otro de doctorado) dan las gracias al recibir el premio a la mejor tesis. Yo creo que en verdad es de lo más noble hacer una gracia partiendo de una desgracia.
El cuento taoísta en realidad parece dejar las gracias y las desgracias un poco al azar, porque así es: un día vas caminando, te rompes un tobillo, te enyesan, te quedas encerrada, te sientes inútil, medio depre... y de repente no, te das cuenta de tantas cosas, que terminas diciendo "qué bueno que sucedió esto"... y fue el azar. Pero creo que en realidad la oportunidad de crecer, no radica en el mero azar, sino en el corazón del ser humano, por usar una metáfora.
El azar, en efecto, nos tiene agarrados de... pues en realidad de un hilo. Pero nosotros tenemos cierta capacidad de movimiento para torcer las cosas, para reenfilar nuestra vida, no se: tenemos la capacidad de luchar por hacer una gracia, de una desgracia. Se dice fácil y no lo es, no, para nada. Pero creo que ahí está la gracia de la vida, en ello radica todo.
Les mando un poema que Sangharakshita que dice esto mejor que yo. Él es un sabio budista (que aún vive) y escribió este poema parafraseando y superando a Blake. Yo lo tomé de un libro maravilloso, que está por publicarse, escrito por otro monje mexicano, vivo y en activo plenamente, de nombre Kavindu:

El optimismo de la mente creativa persiste
a pesar de los estímulos desagradables.
Ama donde no hay razón para amar,
es feliz donde no hay razón para ser feliz,
crea donde no hay posibilidad de creatividad,
y de esa manera construye un cielo
en medio de la desesperación del infierno.

Cuando ese libro de Kavindu salga a la venta, les avisaré a todos, porque en verdad hay que leerlo! Al menos aquellos que quisiéramos construir un cielo en cualquier ambiente posible...

Clarice Lispector: "Perdonando a Dios"

A raíz de lo que dijimos -o quizá de lo que no dijimos- sobre el amor, Adán nos mandó a leer este cuento que encontró en el blog de Ana que lleva por nombre el de otra obra de Clarice: "La manzana en la oscuridad". Yo no lo conocía y creo que después de leerlo varias veces comienzo a comprender algo o quizá tan solo lo presiento: para amar el mundo hay que amar no lo que una o uno amaría, sino lo que es... creo es a esto a lo que el budismo llama "talidad", que es el ver las cosas tal y como son: sugerencia impensable siquiera para la filosofía Occidental: ¿conocer el nóumeno? ¿En serio conocer las cosas tal y como son? Y no solo conocerlas, sino amarlas.
Porque la idea de la "talidad" budista no remite a cuestiones epistemológicas, sino existenciales: a la aceptación de la vida tal cual es. En fin, quisiera que leyeran este cuento, de modo que lo dejo aquí. Y gracias a Adán por este regalo, a Ana y su blog y claro, finalmente, a Clarice... quizá algún día seamos capaces de ser la madre de una rata muerta! Pero no, no me hagan caso. Léanlo, les va a maravillar.

Perdonando a Dios

Iba andando por la avenida Copacabana y miraba distraída los edificios, la franja del mar, las personas, sin pensar en nada. No me había dado cuenta aún de que en realidad no estaba distraída, de que era un momento de atención sin esfuerzo, de que yo era una cosa muy rara: era libre. Veía todo, y sin motivo. Sólo poco a poco empecé a advertir que estaba percibiendo las cosas. Entonces mi libertad sin dejar de ser libertad, se intensificó un poco más. No se trataba de un tour de propiétare, nada de aquello era mío ni yo lo deseaba. Pero creo que me sentía satisfecha con lo que veía.
Entonces tuve una sensación de la que no había oído hablar nunca. Por puro cariño me sentí madre de Dios, que era la tierra, el mundo. Por puro cariño, así de simple, sin prepotencia ni gloria alguna, sin el menor sentimiento de superioridad o igualdad, yo era por cariño la madre de lo que existe. Supe también que si lo que yo sentía “hubiese sido cierto” –y no posiblemente una equivocación del sentimiento–, Dios se habría dejado querer sin ningún orgullo, sin ninguna pequeñez y sin ningún compromiso conmigo. Le habría parecido aceptable la intimidad con la que yo le daba cariño. Para mí el sentimiento era nuevo, pero muy real, y no se había presentado antes porque no había sido posible. Sé que se ama lo que Dios es. Con amor grave, con respeto, miedo, reverencia. Pero nunca me habían hablado de sentir por Él un cariño maternal. Y así como mi cariño por un hijo no lo reduce, incluso lo agranda, ser madre del mundo no hacía mi amor menos libre.
Y fue entonces cuando casi pisé una enorme rata muerta. En menos de un segundo estaba erizada por el terror de vivir, de menos de un segundo estallaba entera de pánico y controlaba como podía mi grito más profundo. Corriendo casi de miedo, ciega entre la gente, acabé en la otra manzana aferrada a un poste, cerrando violentamente los ojos, que no querían ver más. Pero la imagen se filtraba por los párpados: una gran rata rubia, de enorme cola, con las patas aplastadas, y muerta, quieta, rubia. Tengo un miedo desmesurado a las ratas.
Toda estremecida, logré seguir viviendo. Seguí andando, perpleja, con la boca infantilizada por la sorpresa. Intenté cortar la conexión entre los dos hechos: lo que había sentido minutos antes y la rata. Pero era inútil. Los vinculaba por lo menos la contigüidad. Ilógicamente, ambos hechos tenían un nexo. Me horrorizaba que una rata hubiera sido mi contrapunto. Y de pronto me invadió la rebeldía: ¿entonces yo no podía entregarme desprevenida al amor? ¿Qué quería Dios hacerme recordar? No soy de esas personas que necesitan que les recuerden que dentro de todo esta la sangre. No sólo no olvido la sangre de adentro sino que la admito y la quiero, demasiado soy la sangre como para olvidar la sangre, y para mí la palabra espiritual no tiene sentido. No hacía falta arrojarme una rata a la cara desnuda. No en ese instante. Bien se podría haber tenido en cuenta el pavor que me alucina y persigue desde pequeña, las ratas ya se habían reído de mí, en el pasado del mundo las ratas ya me habían devorado con impaciencia y con rabia. ¿Pero entonces era así? ¿Yo andaba por el mundo sin pedir nada, sin necesitar nada, amando con puro amor inocente, y Dios que me enseña su rata? La grosería de Dios me hería y me insultaba. Dios era un bruto. Mientras caminaba cpn el corazón cerrado, sentía una decepción tan inconsolable como sólo había sentido cuando niña. Seguí caminando, trataba de olvidar. Pero sólo se me ocurría vengarme. ¿Pero qué venganza podría tomarme yo contra un Dios todopoderoso, que hasta con una rata aplastada podía aplastarme? La mía era una vulnerabilidad de criatura sola. En mi deseo de venganza no podía siquiera enfrentarme con Él porque no tenía ni idea de dónde estaba. ¿Cuál sería la cosa en donde Él ya no estaba que yo, mirándola con rabia, fuese capaz de ver? ¿La rata? ¿Aquella ventana? ¿Las piedras del suelo? Era en mí en donde Él ya no estaba. Era en mí en donde ya no lo veía.
Entonces se me ocurrió la venganza de los débiles. ¿Ah, sí? Pues entonces, en vez de guardarme el secreto, lo contaré. Sé que entrar en la intimidad de Alguien y después contar los secretos es innoble, pero yo voy a contar –no cuentes, aunque sólo sea por cariño no cuentes, guárdate para ti sola las miserias de Dios–, sí, voy a contar, voy a difundir lo que me pasó, esta vez no va a quedar así, voy a contar lo que Él hizo, voy a arruinarle la reputación.
…pero a lo mejor fue porque el mundo mismo es rata, y para la rata había yo pensado que también estaba preparada. Porque me imaginaba más fuerte. Porque hacía del amor un cálculo matemático equivocado: pensaba que, sumando las comprensiones, amaba. No sabía que es sumando las incomprensiones como se ama verdaderamente. Porque sólo por haber sentido cariño pensé que amar era fácil. Y porque rechacé el amor solemne, sin comprender que la solemnidad ritualiza la incomprensión y la convierte en ofrenda. Y también porque siempre, siempre, he sido muy peleadora, mi modo es pelearme. Y porque siempre intento llegar a mi modo. Y porque todavía no sé ceder. Y porque en el fondo quiero amar lo que yo amaría, no lo que es. Y porque todavía no soy yo misma, y por lo tanto el castigo es amar un mundo que no es él mismo. Y también porque me ofendo sin razón. Y porque acaso necesito que me hablen con brutalidad, pues soy muy testaruda. Y porque soy muy posesiva, y entonces empecé a preguntarme si no quería también la rata para mí. Y porque sólo podré ser la madre de las cosas cuando sea capaz de agarrar una rata con la mano. Sé que nunca seré capaz de agarrar una rata sin morir de mi peor muerte. Usé yo entonces el magnificat que se entona a ciegas sobre aquello que no se conoce ni se ve. Y usé yo el formalismo que me aparta. Porque el formalismo no a herido mi simplicidad sino mi orgullo, pues es por orgullo de haber nacido que me siento tan íntima del mundo, pero de este mundo que ya extraje de mí con un grito mudo. Porque la rata existe tanto como yo, y quizá ni yo ni la rata seamos para ser vistas por nosotras mismas, quizá la distancia nos iguale. Quizá antes que nada yo tenga que aceptar esta naturaleza mía de querer la muerte de una rata. Quizá me crea harto delicada sólo porque no cometí mis crímenes. Sólo porque contuve mis crímenes creo que mi amor es inocente. Quizá no pueda mirar la rata mientras no pueda mirar sin lividez esta alma mía apenas contenida. Quizá tenga que llamar “mundo” a esta forma mía de ser un poco de todo. ¿Cómo puedo amar la grandeza del mundo si no puedo amar el tamaño de mi naturaleza? Mientras imagine que “Dios” es bueno por el solo hecho de que yo soy mala, no estaré amando nada: apenas será una forma de acusarme. Yo, que sin siquiera haberme recorrido toda ya elegía amar a mi contrario, y a mi contrario quiero llamarlo Dios. Yo, que jamás me habituaré a mí misma, pretendía que el mundo no me escandalizase. Porque yo, que de mí sólo obtuve no someterme a mí misma, pues soy mucho más inexorable que yo, pretendía recompensarme de mí misma con una tierra menos violenta que yo. Porque mientras ame a un Dios únicamente porque no me quiero a mí, seré un dado marcado y el juego de mi vida mayor no podrá realizarse. Mientras yo invente a Dios, Él no existirá.


En: Clarice Lispector, Felicidad Clandestina. Editorial Grijalbo, traducción: Marcelo Cohen

Entre Dostoievski, Tolstoi y el budismo...

No cabe duda: me gusta Ana Karenina… esto es, Tolstoi, no la mujer, no la personaje: me gusta Tolstoi. Les cuento que estos días de “lisiada” como dice mi hija usando el lenguaje con toda propiedad cuando se refiere a mi fractura de pie, me he acordado mucho de Levin. Y es que esa obra, Tolstoi presenta dos tipos de búsqueda muy diferentes: la de Ana, que es la búsqueda del amor, y la de Levin: la búsqueda por el sentido de la existencia humana. Y vengo cayendo en cuenta de que ambas búsquedas -¡qué cosa más curiosa!- siendo completamente diferentes, se resumen en la misma palabra. Y es que se trata de una palabra, de un concepto, más bien, que se usa tanto y para tantas cosas, que ya no nos dice nada. Ambas búsquedas llegan a la palabra “amor”, pero entendiendo por eso algo completamente diferente.

Para Ana, el amor es el amor a un hombre. Diríamos que Ana está enamorada, perdidamente enamorada. Pero como bien lo vio Dostoievski en Los hermanos Karamásov, “enamorarse no significa amar. Uno puede enamorarse sin dejar de odiar” (si les interesa, es el capítulo 3 del libro tercero) Pero regresemos a Tolstoi: Ana está enamorada de un hombre y no ve más allá de eso. El Romanticismo nos donó maravillas de todo tipo, pero nos dejó también una visión muy estúpida del amor. Nos hizo creer que amar es enamorarse, cuando enamorarse es una especie de ceguera, un no ver más allá de lo que uno puede ver, que en ese estado suele ser muy poco. Enamorarse es una delicia, quien lo duda: a veces hasta sus sufrimientos son flores, como dice una antigua canción española. Pero eso no es amor. Es más bien un estado de obnubilación, un no poder ver nada con claridad. Y Ana paga caro su enamoramiento, esto es, su no poder ver; lo paga con la vida. El romanticismo apesta…

Levin, contrapeso de la misma obra, estudia filosofía, sube y baja con un solo afán: comprender porqué estamos aquí, su pregunta es si acaso la vida tiene o no un sentido. Y un poco ya dado por vencido, al no encontrar respuesta satisfactoria alguna, le da por trabajar en su propia finca, con sus propios jornaleros, a la par que ellos. Trabaja con ellos, descansa con ellos, come con ellos. Y en uno de esos descansos, platicando con uno de ellos, el humilde campesino le explica al doctorado señor cuál es el sentido de la vida… “Todos los hombres –dice el campesino- no son iguales: hay unos que viven para su vientre… otros viven para su alma, para Dios…” (curiosos: cap.11 de la octava parte de Ana Karenina) Y explica enseguida lo que quiere decir con esto: Hay quienes tienen compasión, quienes no hacen daño a los demás y sufren al ver sufrir al otro. Com-parten con el otro (eso es com-pasión) mientras que hay otros que sólo viven para su vientre: el otro les vale madre…

Qué diferentes formas de comprender el amor. Me quedo con la segunda: creo en el amor que siento por todo y por todos. Eso. Y creo, finalmente, que se han dicho muchas, muchísimas estupideces sobre el budismo. Ahora que lo estudio lamento tanto su mala difusión… Que “niega los deseos” cuando eso es solo una mala traducción de UNA palabra… que es contemplación estéril... el budismo enarbola lo mismo que ese viejo campesino dijo a Levin: el sentido de la vida y la felicidad se encuentra en la com-pasión, la cual no tiene nada que ver con la forma en que ese concepto fue manoseado por el cristianismo. Tiene que ver con... bueno, ahí van algunas pistas: Com-pathos, com-patía, em-patía, com-partir…. por ahí va!

Panta rei...

Sostener lo insostenible con un hilo, en un suspiro: esa es mi especialidad. ¿Qué lleva a alguien a sostener un mundo entero? Una honda necesidad de no estar sola en el abismo, de conservar el propio mundo con un horizonte firme: quimera de quimeras: vanidad de vanidades y persecución del viento....
Tengo una honda necesidad de poblar todos mis abismos, de sembrarlos de mil criaturas, desde las más bellas hasta las más terribles… cualquier cosa antes que simplemente... nada. Mejor creer en lo peor, antes que creer en nada.
Pero quien se afana en sostener lo insostenible, sabe qué absurda es su pretensión... el hilo siempre se rompe. El mundo creado cae y se destroza en mil pedazos.
Entonces viene una segunda etapa, también crónica, como toda enfermedad incurable: recoger fragmentos y volver a unirlos. He ahí otra de mis especialidades: rehacer lo deshecho, recoger fragmentos e hilachos sueltos sin saber siquiera a qué parte corresponden. Recoger y caminar trabajosamente con todas las piezas a cuestas, hasta encontrar un lugar donde disponerlas, donde valorar lo que ha quedado después del desastre.
Llego así al recuento de los daños y el lamento por las pérdidas: ¿Qué ha quedado? ¿En qué momento cayeron en tierra fértil las semillas del desastre? ¿Y cuánto tiempo me llevará arrancar sus nécios retoños?
Pero siempre aparece finalmente la paciencia y poco a poco el dolor deja paso al reconocimiento de las formas. Esto es un brazo, esto un zapato. Parte de un vestido, un pie… Y entonces es el momento de sentarse a armar, a reconstruir lo perdido.
Las piezas siempre toman formas diferentes. A veces una cree que el producto final vuelve a ser el mismo que antes: nunca lo es. Puede ser mejor o peor, pero nunca es igual. Y ya armado el mundo, otra vez a tejerle mil disfraces: a tejer con hilachos viejos y desechos una y otra vez los mismos sueños, por las mismas razones. He ahí otra de mis funciones: tejer con hilos viejos ropas nuevas.
Y en esa tragedia está la esperanza: todo puede volver a ser nuevo. Lo que era de una manera puede ser de otra al ensamblarse en una nueva forma. En ningún lugar está escrito el orden del ensamblaje: puedo crear ángeles o monstruos, o ángeles monstruosos. Puedo crear fuentes y pájaros, puedo enarbolar la compasión y la solidaridad y amar al que me ha odiado, ayudar al que me ha herido, vencer al miedo, al diablo y a la soledad, mismo personaje en diversos ropajes. Amar el miedo, el diablo y la soledad. Pagarle con una caricia al diablo.
Nada está escrito y yo tengo una pluma en la mano.
Yo decido qué escribir.
Y así vuelvo a crear un nuevo equilibrio sobre un hilo. A sabiendas de que se romperá cuando sea su momento, porque esa es la esencia de la vida: todo fluye, todo cambia: panta rei!

Este camino

Este camino


A ciegas, como un niño.
Como un niño a pasos inseguros.
Yendo a poner la frente sobre el filo
de todas las cuchillas...
Que nadie me dé luz. Que nadie tienda
su gesto en mi socorro.
Dejadme que tropiece, que me hiera,
dejadme que me caiga...

¡Nadie podrá sostenerme los pasos
si mi esfuerzo
no puede sostenerme!

Este camino yo he de hacerlo a solas...
Que me ayude yo misma.
Que me alce yo y sostenga.
Que me empuje mi fuerza y sólo ella.
No habrá nadie capaz de levantarme
más alto que mi pecho
sin que la sangre huyera por mis poros.

Pequeña o no, dejadme ir a la altura
a que puedan llegar mis pies sin guía.
Dejad que pruebe mis músculos, mis nervios,
la anchura de mi espíritu.
Dejadme ser a mí. ¡Aunque no sea
cuanto hubiera podido!

Y aunque en barro se graben, ¡que sean mías
las huellas de mis dedos!

Jirón de sol o sombra diluida,
dejadme ser yo misma
y buscarme yo a solas...!


Mirta Aguirre

Janik

Durante los muchos años que he dado clases en la UNAM he conocido muchos, muchos estudiantes. Algunos de ellos se han hecho amigos cercanos, queridos, otros han conservado más su distancia. De manera peculiar recuerdo el día en que entré al salón y me di cuenta de que alguien llevaba un gatito bebé. "Mau, miauuu, Prrrmiau..." Recuerdo que pensé que iba a ser difícil concentrarme con ese gatito en clase. Por otro lado me encantan los animales así que mientras el grupo, (que era un grupo como de ochenta alumnos) se sentaba y acomodaba, yo intenté localizar al gatito. Estaba cerca, lo escuchaba bastante cerca... pero nada. ¿Lo traerían en una mochila? Pobre gato, pensé. Por fin todos se callaron y acomodaron, menos el gato, que seguía: "meow...miaaaau..." (Era un gato bilingüe.. ja ja ja)
Bueno, total que adopté mi postura de profesora enojona y dije: ¿Quién trae un gato? Se escucharon algunas risitas y, lo más sorprendente, el gato se calló. Entonces vi que una alumna, que por cierto me parecía muy abierta, alegre e inteligente, se ruborizó considerablemente. Sus compañeras volteaban a verla... y me dijo: ¡Ay maestra, perdón, soy yo! Pero ¿cómo? le dije ¿puedes hacer tan bien como gato? Le pedí que volviera a hacerlo y ya no quiso, estaba muy apenada... pero desde entonces se me hizo muy simpática.
El tiempo pasó, el año terminó, y cada vez que la encontraba en los pasillos, solamente me decía una cosa: ¡Maestra! Siempre con prisas las dos, nos saludábamos corriendo. Luego tuve un proyecto PAPIME, la invité, formó parte de él, concluimos bien todo... y la amistad quedó.
Hoy Janik vino a casa, a ver a su maestra con la pata rota. Como siempre, lo primero que me dijo al verme, fue "¡maestra!". Desde hace tiempo ya que nos hablamos "de tu" y la confianza es muy grande, pero igual sus primeras palabras para conmigo siempre son las mismas. Janik pasó la tarde diseñando a mi gusto la presentación de este blog. Su presencia iluminó mi casa y estos días que para mi han sido de impotencia, por no poder moverme bien.
Ser profesora de la UNAM me ha dado mucho, muchísimo. Pero de todo lo recibido, lo mejor es el afecto de mis alumnos. Yo creo que ellos saben, sienten, cuánto los quiero. Pienso que no estoy sola... Ellos van conmigo.
Gracias por tu paciencia, por tu tarde dedicada a mi blog, y sobre todo por tu preciosa amistad, mi querida Janik!

La cotidianidad

Hoy leí la publicación que Livi y Alberto hicieron en Facebook sobre la vida cotidiana. Livi la escribió a raíz de un comentario de Alberto Constante, en el que contaba lo agradable que le resulta la vida diaria. Comentó detalles sobre su canario, el cual fue un regalo de su abuela: de cómo cada mañana hay que cambiar el papel, limpiar la jaula, cómo cada noche lo cubre del frío, en fin: cuenta su amor por los actos cotidianos. Alberto habló de su gatita huraña, y de cómo su presencia le hacía feliz.
Me impresionaron mucho estos comentarios porque por lo general la cotidianidad es vista como algo negativo. La cotidianidad suele verse como la tumba de una relación amorosa, o como lo más cercano al tedio y al aburrimiento. Y sin embargo lo que Alberto y Livi transmiten es un amor tan sereno como desbordante por los pequeños actos cotidianos que conforman su existencia.
En el Taoísmo de Lao Zi, hay un concepto clave que se traduce como "saber conformarse". Este no tiene nada que ver con un mero "conformismo", sino más bien con saber vivir con aquello que nos rodea y cuidarlo, amarlo. Creo que esa es la enseñanza de Livi y Alberto. Él cuida a su huraña gatita y le conmueve su presencia. Ella se ocupa de una pequeña ave, regalo de su abuela, (a quien ya adivino muy amada por Livi). Parece no faltarles nada más...
Me parece que ambos tienen un secreto. El amor a la vida no es nada más un amor desmedido a los grandes momentos, sino el amor a los más pequeños y cotidianos componentes de ella. Creo que el ser humano constantemente busca grandes momentos, grandes amores, éxitos sublimes, y no ve lo más importante: el musgo que crece entre la piedra.
¿Porqué? Yo creo que dejamos de ver las cosas no solo cuando nos habituamos a ellas, sino cuando estamos descontentos. Se hace entonces un círculo muy vicioso, en el que el descontento genera más descontento... ¿cómo romperlo? Me imagino que si uno es creativo pueden existir múltiples formas de hacerlo. Pero creo que las únicas eficientes son las que tienen que ver con la relación que uno tiene. o en mi caso, que una tiene con una misma. El amor y el contento no se pueden sentir, por más que se nos otorguen, si no tenemos primero ese amor y ese contento de uno para uno mismo. En lo personal, meditar me ha ayudado mucho, gracias a que encontré un gran maestro, quizá conocido por muchos de ustedes: Kavindu.
Pero debo de decir que con todo, no me resulta fácil. La insatisfacción en mi vida suele ser un huésped tan usual como poco deseable... y creo que el único camino posible es la aceptación y sí, el amor que una pueda llegar a sentir por una misma. Estoy en el camino, y desde él, doy gracias a Livi y a Alberto por mostrar tanta belleza!