Estas vacaciones, para descansar de leer siempre lo mismo, me dio por dedicarme un poco a Schopenhauer. Hacía más de diez años que leí y resumí “El mundo como voluntad y representación” y nunca había vuelto a interesarme mayormente por releerlo. Esta vez me aboqué a los “Parerga y Paralipómena”.
Y ahí estaba yo, leyendo tan campante… comenzó a gustarme, a picarme, leía ya con avidez y al mismo tiempo pensaba: “¡Qué forma de escribir de este hombre! ¡Qué maravilla!” Y también al mismo tiempo sentía: “Debería terminar de calificar en lugar de estar leyendo, pero no más un poquito más y ya…” Por su parte mi taciturno compañero tuvo que zamparse párrafos enteros, pues en mi entusiasmo, abusando de nuestro reencuentro en Chiconcuac, le pedía que escuchara lo que este genio había escrito... Y así no más de repente, así como si nada, leo:
“Pues en el mundo no se tiene mucho más que la elección entre soledad y vulgaridad. Los hombres más sociables de todos suelen ser los negros, que son también los de menor categoría intelectual: según informes procedentes de Norteamérica aparecidos en periódicos franceses (Le commerse, 19 de octubre de 1837), los negros, tanto libres como esclavos, se recluyen juntos en un gran número dentro del lugar más angosto, porque no pueden ver repetida con suficiente frecuencia su negra cara de nariz chata.”
De entrada no pude decir nada: fue como una bofetada. Al igual que Kant, Schopenhauer expresa su desprecio por la raza negra así no más: de pasada. Como quien oye llover, como quien no dice nada.
A falta de algo que decir, comencé a maldecir. Maldije a los filósofos que encubiertos en su inteligencia esgrimen armas para el racismo. Pensé con dolor en Tony Morrison y en el fantástico mundo de colores en que me sumergen sus obras, en mi amor por la raza negra cuya cultura siempre me ha parecido maravillosa, de una riqueza interminable. Maldiciendo rayé la hoja y después de un par de adjetivos altisonantes, escribí: NO LEO MÁS.
Cerré el libro y me di a la tarea de organizar mi espacio físico para con base en él organizar mi mundo interior. Eso hago siempre: comienzo por ordenar mis condiciones materiales reales y de ahí surge lo demás. Pero esta vez al concluir mi faena, Schopenhauer seguía molestándome. Escribo para trabajar esa molestia.
¿Qué decir? Al comentarlo con un grupo de universitarios, rápidamente uno me dijo que “hay que comprender la situación histórica de cada pensador, porque bla bla bla…” ¡Situación histórica madres! le dije. En su tiempo y antes de él, ha habido defensores de la libertad y de la igualdad ontológica de los seres humanos. Y aclaro: ontológica, porque lamentablemente de facto los seres humanos vivimos en situación de desigualdad permanente. Pero ontológicamente somos lo mismo.
Siempre ha habido defensores de la igualdad ontológica y defensores del racismo: siempre. Ya basta de justificar a Schopenhauer, a Platón o a Heidegger: hacer justicia es decir lo que está ahí escrito. Tanto Kant como Schopenhauer menosprecian la raza negra en particular; tanto Aristóteles como Platón justificaron la esclavitud, tanto Heidegger como el 90% de Alemania fue nazi. Digámoslo: eso así fue.
Y mucho, mucho antes que todos ellos, hubo filósofos que se negaron a aceptar la superioridad de un ser humano sobre otro por motivos raciales, filósofos que se negaron a justificar la esclavitud a pesar de vivir en sociedades esclavistas.
Estoy harta de ver justificar lo injustificable. El eurocentrismo de muchos filósofos apesta a podrido. Y la única forma de verlo, es notar cómo en todos los tiempos, al menos desde el siglo VI a.c., con Buda y Sócrates a la cabeza, han existido pensadores que no tomaron esa vía y que a pesar de haber surgido en sociedades esclavistas, defendieron la igualdad.