Marx, la navidad y mi instinto de nido. Dedicado a mis alumnos.


Desde hace algún tiempo tengo una costumbre que se ha vuelto casi una norma: no visitar las tiendas en esta época navideña. El ruido me parece insoportable y los tumultos también. De modo que suelo quedarme en casa y “hacer cosas”. Usando una metáfora de propia de otra actividad fundamental en mi vida -la jardinería y la cosecha- en los últimos años ese “hacer cosas” se ha convertido en una especie de poda o de cala: veo qué “plantas” están en buen estado, cuáles hay que podar y cuáles requieren de una cala para florecer en los siguientes meses, cuando regrese la primavera. Así he pasado estos días revisando papeles, escritos y libros. Algunos fueron usados el año pasado y ahora regresan a su estante, otros los requeriré todavía para escritos en vías, y otros más esperan ser abiertos con urgencia para... ¡para ya!: para el momento en que termine esta poda y esta cala.
Hacer esto implica ordenar: tirar lo que ya no sirve, poner cada cosa en su lugar, limpiar, lavar: arreglar mi entorno. Y al hacerlo tengo siempre presente de manera natural algo que aprendí en mis clases con Adolfo Sánchez Vázquez. Con él leí entre otros textos los Manuscritos económico-filosóficos de Marx. De ese curso guardo el recuerdo de varios momentos que pertenecen a ese tipo de situaciones que quedan grabadas y una sabe que nunca desaparecerán. Uno de ellos tiene que ver con mi actividad de jardinera de biblioteca. Veamos.
Decía Sánchez Vázquez que las condiciones materiales reales –y esa es una expresión auténtica de Marx- inciden en la vida de los individuos. Y nos explicaba: no podemos pedir lo mismo de un individuo que cuenta con condiciones materiales suficientes, que de uno que no cuenta con condiciones materiales adecuadas para vivir. 
En lo que a continuación voy a exponer ya no se qué corresponde a lo dicho por Marx, por Sánchez Vázquez o por mí. Porque así es la filosofía: lees, escuchas, aprendes, y llega el momento en que algo brota de ti sin que sepas bien a bien si eso que surge es lo dicho por el  otro y si ya es algo que el otro fecundó en ti. Y la verdad eso es lo más importante: lo que brota de una misma. A eso se refería Sócrates cuando hablaba de “mayéutica”.
Pienso entonces esto: si las condiciones materiales reales inciden en la vida de un individuo o sociedad (cosa de la cual no tengo duda) entonces la forma en que vivimos, aquello que nos rodea, incide en lo que pensamos, lo que escribimos y –lo más importante- en lo que hacemos o dejamos de hacer.
Por eso al ordenar mis lugares vitales, concretamente mi habitación y mi biblioteca, separadas tan sólo por una puerta, yo ordeno algo más que el mero espacio físico: me ordeno a mí misma. Este ordenar mi vida es una forma de hacer nido, responde a un instinto de anidar básico. Preparo las condiciones materiales para un nuevo periodo escolar, académico y vital. Y no se trata solamente de la cuenta solar, aunque sin lugar a dudas influye. Los árboles pierden sus hojas: se podan a sí mismos para dejar atrás lo que hay que dejar atrás y concentrar sus energías durante el frío para renovarse cuando llegue el momento. Del mismo modo una puede guardarse del frío tanto climático como social (el ruido y los tumultos): me guardo de esos fríos y me concentro en podar y calar. Con esas condiciones materiales gesto mi espacio, preparo el lugar para parir lo que he de parir.
Pues con esto llego a lo que les quería decir. Como verán aun en vacaciones pienso en ustedes y no solamente por los trabajos que estoy corrigiendo, sino porque los recuerdo con afecto. Recordarán seguramente que siempre les pido que al entrar al salón ordenen, preparen su lugar y dejen una fila al centro del salón para que sirva de pasillo. Les pido en pocas palabras que gesten las condiciones materiales reales para que una clase se desenvuelva adecuadamente. No es lo mismo un salón sucio y desordenado que uno arreglado. Cuando un alumno debe abandonar el salón por alguna emergencia, como puede serlo una llamada telefónica, la urgencia de ir al baño o el mero aburrimiento, si el salón es un desorden, no puede siquiera salir: no hay espacio para ello. Si el salón guarda orden, el compañero simplemente se levanta y sale.
Las ideas se gestan mejor si se cuenta con la tranquilidad de poder entrar o salir cuando es necesario, si el salón no huele a comida, si los pisos están medianamente limpios. Nosotros vivimos en una universidad pública, somos cientos... no: somos miles. No podemos esperar que un trabajador entre a limpiar el salón cada cinco minutos. Si cada quien gesta su lugar, si cada quien se ocupa de ordenar su espacio y brindar las condiciones materiales adecuadas, la clase es algo más agradable.
Al llegar a clase –ustedes lo saben- yo limpio el pizarrón, acomodo el escritorio, abro o cierro ventanas, coloco el basurero en su lugar y si hay basura, también hago lo propio. Del mismo modo ustedes pueden acomodar su silla, recoger alguna basura que haya quedado por ahí y sentarse cómodamente dejando un pasillo para que ustedes mismos puedan abandonar el salón cuando lo crean pertinente.
El orden y la limpieza material real inciden en el orden y la limpieza de nuestras ideas. Yo no se si Marx o Sánchez Vázquez estuvieran de acuerdo con esto último, pero es algo que yo experimento cada vez que podo o calo un lugar. Como decía el poeta: el árbol calado, retoña. No lo olviden. 

Una tarde de mi infancia


De vez en cuando abría los ojos. Si no veía sangre los mantenía abiertos, para que él no se diera cuenta de que estaba ahí sólo por estar a su lado y que en el fondo ese espectáculo no me gustaba nada. El mundo era maravilloso si él estaba de buen humor y lo estaba cuando se sentaba a ver “los toros”.

Yo nunca comprendí cómo podía ver esa tortura y a mis escasos siete años pensaba que algo extraño había en mí: algo que algún día, tarde o temprano, tendría que cambiar. Algún día –pensaba- me gustará ver los toros. Algún día iré a una corrida de toros y gritaré “ole” y me reiré y me veré feliz como toda esa gente. Mientras llegaba ese día, me sentaba a su lado a ver la televisión con los ojos cerrados. Me acostumbré así a los sonidos de la “fiesta brava”: la trompeta marcial que anunciaba la salida del toro, la música española en torno a las corridas, los “oles” de la gente, me acostumbré a ese ambiente festivo, pero en cuanto comenzaba la sangre, cerraba los ojos.

Un buen día –y ese sí fue un buen día- él se dio cuenta:

- ¿Qué haces?
- Nada.
- Porqué cierras los ojos?
- Porque no me gusta la sangre.
- Que no te de miedo.
- No me da miedo. Siento feo por el toro. No me gusta ver al toro sufriendo. Y el caballo también. ¿Tú no sientes feo?

Silencio. Comencé a sentir su disgusto. Conocía tan bien a mi padre que olía su mal humor. Con tan sólo ver un gesto sabía perfectamente su estado de ánimo. Esa tarde lo sentí tan a disgusto, tan molesto por mi respuesta, tan incómodo, que furtivamente me deslicé del sillón y me fui a mi cuarto...

“Se dio cuenta: algo hay raro en mi, no puedo ver los toros. Tengo que poder, algún día voy a poder”. Vacié un cajón en que guardaba todas las cosas que no me servían pero que tampoco podía tirar. Una estampita que me había regalado mi profesora del kinder, una invitación a mi bautizo, una canica rota, una papirola a punto de morir de vieja, una cajita con bucitos, platitos de plástico que salían gratis en el cereal y formaban ya casi una vajilla, un dominó...  con ojos llorosos, labios hinchados y húmedos por el esfuerzo de no llorar, traté de ordenar mi cajón simplemente por hacer algo.

Fue la última tarde que me senté con mi padre a ver los toros. Cada vez que iba a sentarme con él, al poco rato cambiaba el canal. Los toros comenzaron a desvanecerse del ambiente familiar. Pero nunca supe bien a bien exactamente la razón, hasta hace unos meses.

Comíamos con amigos de la Universidad y charlábamos sobre la polémica en torno a los toros. Yo esgrimí con toda seguridad argumentos en contra de la tortura de cualquier animal. Surgieron las respuestas y justificaciones de siempre, los debates iban y venían. Mi padre callaba. Hasta que de repente dijo: “Pues a mi me gustaban mucho los toros, hasta que un día comenzó a darme taquicardia al verlos. Nunca supe porqué. Pero dejé de verlos”. Yo quedé muda. Recordé aquellas tardes y en particular aquella tarde en que intenté no llorar por ser tan rara, tan ajena a los gustos de la mayoría. Al escuchar a mi padre los demás comensales no supieron qué decir. Aproveché el silencio para decir: “Eso, se llama com-pasión: com-partir el dolor de otro, cargar con su carga, solidarizarse con el otro. Eso es lo que te pasó”.  “Pues yo no se” dijo él: “Pero a mí ya no me gustan los toros”.

Es curioso que quienes dicen “ya no me gustan los toros” dicen: me gustan tanto, que no soporto verlos sufrir. Y quienes dicen “me gustan los toros”, dicen: me gusta ver cómo se tortura a este animal.

Se den cuenta o no, el dolor de un ser vivo no honra la vida.
Se den cuenta o no, hay quien prefiere cobijar la vida y hay quien goza destruyéndola.
Se den cuenta o no, hay buen gusto moral y hay mal gusto moral.

Nietzsche, el filósofo de la “no-compasión”, colapsó al presenciar el maltrato de un caballo. Esa imagen ha quedado como el símbolo inicial de su locura. Quienes lo estudiamos sabemos que meses antes de ese evento había presentado graves síntomas: su colapso mental ante el caballo maltratado fue el punto final de una ya larga cadena. Pero en efecto el filósofo de la “no compasión” criticó la compasión cristiana que sitúa hipócritamente al compadecido por abajo del que tiene el poder de compadecerse. Pero hay otro tipo de compasión. Nietzsche lo supo cuando no soportó ver el maltrato de un caballo. Pero ya no pudo expresarlo. Cayó en el silencio de la locura.  ¿No fue eso un tipo diferente de compasión? ¿No es acaso esa compasión una forma de honrar la vida?

No toda tradición merece ser conservada. Hay tradiciones que no honran al ser humano ni a lo que ha construido. Hay tradiciones que merecen desaparecer: aquellas que se basan en y justifican el dolor de otro ser humano o no humano; aquellas que deterioran la vida. La así llamada “fiesta brava” es una de ellas: algún día pasará a ser parte de la negra historia de los coliseos romanos, españoles o mexicanos en que se torturaban a seres vivos. Luchemos porque ese día llegue. Cada cual a su manera, cada cual en su trinchera: honremos la vida y la inteligencia y no la vulgaridad y el retardo mental y moral que surge del gusto por la tortura.