Hacer de lo ordinario, algo extraordinario.

Recientemente asistí a un maravilloso congreso sobre filosofía comparada, en el East West Center de la Universidad de Hawai’i. Regresaba a México agotada, pero muy contenta: mi conferencia estuvo por lo menos a la altura, y hasta el “mero mero” me dijo “I’m impressed at the quality of your work”. “¡Ja!” Sentí. “¡Ja!”: ¡Me sentí feliz! Regresaba pues satisfecha de la experiencia de haber estado en Hawai’i, de haber conocido la música de Iz, de todo lo aprendido tanto en el ámbito académico como existencial.

En eso pensaba cuando se escuchó la voz del capitán: regresaríamos a Honolulu por problemas técnicos. La gente quedó en un silencio absoluto. Unos segundos después el avión giraba de regreso, y el capitán volvió a hablar: “Es posible que el avión pase por fuertes turbulencias, y que se sientan fuertes vibraciones, no se alarmen”. Eso ya nos alarmó un poco más. Las sobrecargos comenzaron a verse nerviosas. La gente les decía que tenían conexión con otros vuelos, querían saber qué sucedía, y ellas solo decían “I’m sorry, there’s nothing we can do”. Comenzaron también a hacer cosas tontas, iban y venían de un lugar a otro, y nos preguntaban, de manera individual y con una sonrisa exagerada, si queríamos algo, si teníamos hambre, si estábamos bien… Pobres, ¿qué podían hacer?: algo fallaba en el avión y estábamos en medio del Atlántico.

Comenzaron entonces las turbulencias. Las sobrecargos se sentaron con sus respectivos cinturones de seguridad. Evidentemente no eran turbulencias; eran vibraciones bastante raras… el avión estaba fallando. Comencé a respirar hondamente, tratando de no tener miedo, pero sí lo tenía. Y me pregunté: ¿Así será como acabe todo? ¿En un avión en medio del Atlántico? Me calmé pensando que la vida ya me había dado mucho. Si así será el final, pensé, pues así será. Y traté de recordar lo mucho que he vivido… el amor de mis padres, los dos hijos que la vida me dio, en el amor tan grande que he sentido por ellos, sus manitas cuando eran bebés, sus juegos y sus risas, su crecimiento, su ya comenzar a volar por cuenta propia… no está mal, pensé. La vida me ha dado mucho. Lamenté el dolor que podrían sentir ellos, y mis padres, y mi esposo, mis hermanos, mis amigas, mis alumnos… mi padre me había insistido mucho en que me cuidara, nunca lo había sentido tan temeroso y aprensivo… pensé en él… y me dolió pensar el terrible dolor que sentiría si no regresaba.

Durante esa hora y media de regreso a Honolulu me dediqué a estar en paz respirando hondamente. Si esto va a explotar, o a caer, o a lo que sea, pensé, prefiero estar lo más posible en paz. Quizá lo más desagradable fue el aterrizaje: ahí se hizo evidente que uno de los dos motores estaba mal. El avión se ladeaba más y más, se tambaleaba de un lado a otro. Cerré con fuerza los ojos, agradecí la vida, esperé que todo fuera lo mejor posible y me dije: ahí vamos.... No fue el mejor aterrizaje de mi vida, pero el querido capitán lo logró. Fue impresionante cuando nos vio bajar del avión; nos veía como un profesor de Kinder ve a sus pequeños, con amor y con orgullo: estaba muy conmovido. Era como si al ver a cada uno de sus pasajeros, se dijera a sí mismo: te he salvado. Yo sentí un nudo en la garganta, crucé la mirada con él y le di las gracias. Se veía agotado.

La tarde de ese día la pasé en la playa, viendo el mar, el cielo; me dediqué a sentir la arena, tan suave como nunca la había sentido, ¡qué suave es la arena! Me recosté a la orilla del mar, jugué con las olas como hacía muchos años no había jugado, me compré en la playa un vestido sencillo que me pareció hermoso, comí mariscos que sabían a gloria, las palmeras se veían tan verdes, el cielo tan azul, las nubes tan blancas, la gente tan hermosa, todo parecía tener un acento especial, como si fuera nuevo, como si… ¿Como si hubiera vuelto a nacer a un nuevo mundo? ¿Como si me hubiera sido concedida una nueva oportunidad?

Al día siguiente tomé el mismo vuelo, a la misma hora, con el mismo capitán. Así fue como la línea aérea nos recolocó y no había de otra. Tardamos una hora antes de despegar, no se nos dijo más que había que esperar… mi mente se veía arrastrada por un torrente de historias catastróficas, pero me descubría a tiempo y daba la vuelta a la hoja. Despegamos sin problemas, y ya de regreso, una vez que comprobamos que no habría más fallas técnicas, me di cuenta de algo que me pareció muy importante y que me motivó a escribir este pequeño texto.

Creo que vivimos cada día con una sensación lineal del tiempo, que nos hace creer que hoy es la continuación de ayer. Y no es así. Cada día es como haber sobrevivido a una falla técnica en un avión en medio del Atlántico. Cada día nos es concedida una nueva oportunidad. Podríamos morir de cualquier nimiedad, en cualquier momento. Un accidente, una enfermedad, una falla cardíaca, un acto de violencia, qué se yo… pero no: cada día el avión sale adelante y tenemos una nueva oportunidad, nueva: NO ES un día más que prolonga el día anterior. No es un día más que prolonga la vida anterior. Es una nueva oportunidad de hacer algo por una misma, por los demás, por la vida.

Eso es lo que siento ahora: ¿qué quiero hacer con esta vida que me ha sido concedida una vez más, que me es concedida a cada segundo, una vez más? No quiero vivirla con la sensación lineal del tiempo, quiero vivir cada instante ordinario de mi existencia de manera extraordinaria. Hoy no hice más que eso: jugué con mis perros, platiqué con mi hija, corté los papiros viejos de mi jardín, acomodé los nuevos. Pero corté papiro por papiro, con mucho cuidado. Acomodé papiro por papiro, con todo mi empeño. Los regué, les quité las hojas viejas. Me dediqué a hacer ese tipo de cosas ordinarias, con esa sensación de que la vida es algo extraordinario.

Eso es lo que quiero que sea mi vida. Siempre creí que vivir era cuestión de hacer cosas extraordinarias. Tener grandes proyectos, grandes amigos, grandes pensamientos, grandes aventuras, vivir al máximo las grandes experiencias. No, no es verdad. Hoy recordé unos versos de Serrat que dicen:

Supe que lo sencillo no es lo necio,
que no hay que confundo valor y precio,
que un manjar puede ser cualquier bocado
si el horizonte es luz y el rumbo un beso.

Pero creo que el horizonte sólo puede ser luz cuando el amor por la vida no es algo abstracto, sino un verdadero compromiso con ella. Y que el rumbo solo puede ser un beso cuando eres tú quien se ama a sí misma. Mi amiga-hermana Rebeca escribió sobre eso alguna vez y decía: hay que beber de las propias aguas como si fueran sagradas. Vivir tiene que ver más bien con ese sentimiento de la sacralidad de la propia vida, que es lo que puede llevarnos a hacer extraordinario lo ordinario. Para ello creo que hay que entregarse a cada instante con paciencia y con amor, y comprender que somos un avión cuyo vuelo tarde o temprano acabará. Quiero vivir esta vida ordinaria, ya no quiero ni grandes proyectos ni grandes experiencias. Quiero simplemente encontrar lo extraordinario de esta vida que me ha tocado vivir, y agradecerle a la vida, tanta vida. Quiero hacer de esta vida ordinaria, una experiencia extraordinaria: encontrar lo extraordinario de cada ordinario momento de mi vida… espero lograrlo!