Marito

Todos le llamábamos “Marito” porque era el mismo nombre tanto de su padre como del patriarca de la familia, el mitológico tío Mario al que nunca conocí. Aquel viejo tío tocaba el violín y algo muy especial debió haber tenido para ser el patriarca de dos familias diferentes, cosa que de niña no comprendía muy bien. Él había tenido dos esposas… de modo que existían dos familias Rivero, que nos llevábamos bastante bien y del enredo aquel al menos yo no tenía mucha conciencia. Gloria, una de sus múltiples sobrinas, al parecer, se casó con un individuo que trabajaba en Pemex de Salamanca en donde vivieron con su hijo Marito, mi primo.
Al haber fungido como mi madrina, la tía Gloria sentía por mi un especial afecto. De modo que cuando visitaba la ciudad para saludar a mis padres y abuelos, solía llevarme algún regalito. Recuerdo en particular una cajita que al abrirse mostraba varias cajitas... o aquella otra azul ovalada, decorada con dibujos de Peter Pan: cuando me acabé las galletas que contenía, la guardé por muchos años. Las visitas de mi tía Gloria eran por demás atractivas y lo eran por más de una razón. Primero, porque era una mujer extraña: decía que podía ver el aura de las personas y que la virgen María se le aparecía y le hablaba. Yo siempre le pedía que me describiera mi aura, eso me hacía sentir muy interesante. Pero la verdad es que hoy pienso que mi tía era una de esas personas que todo lo remediaba dividiendo al mundo en dos bandos: uno correspondía a Dios y como tal era completamente bueno. El otro, evidentemente, correspondía al diablo y era absolutamente malo: no había matices ni colores, era un mundo tan mágico como pobre e inexplicable y todo en él era blanco o negro. Ella, sobra decirlo, se consideraba a sí misma parte del blanco bando divino de “nuestro señor”, así le llamaba al líder de su bando.
Pero había otro motivo que hacían interesantes sus visitas: Marito. ¡Cómo jugábamos!: sin parar, como sabiendo que esas eran horas contadas por año. No había tiempo que perder, había que hacer todo en unos instantes. Primero al llegar nos abrazábamos brincando y gritando de alegría por vernos otra vez, luego, a mostrarle mis juguetes nuevos: él nunca comprendía porqué me emocionaban tanto esos pequeños juegos de té del mercado, o mis muñecas con guardarropa propio… nos peleábamos, nos contentábamos: todo lo que entre hermanos sucede en un año, nosotros teníamos que vivirlo en una o dos tardes. Corríamos a comprar dulces a la tiendita de la esquina, veíamos algo de tele, no mucho pues el tiempo era sagrado… bajábamos escaleras como caballos desbocados, en fin: ver a Marito era entrar en una verdadera euforia que me dejaba agotada.
Con el tiempo Marito creció y entre él y mis hermanos comenzaron a jugar diferente. Tiraban mi osito por la ventana, desvestían a mis muñecas y se reían de ellas, y en general la brusquedad de sus juegos comenzó a molestarme. Y con todo, yo seguía esperando con gusto su llegada. Porque si bien con mis hermanos parecía un bruto más, cuando estábamos a solas éramos muy felices. En una de esas ocasiones Marito pegó en mi alcancía una calcomanía del América. Yo no sabía nada de futbol, pero era evidente que Marito trataba esa calcomanía de manera similar a como mi nana trataba su estampita de la virgen de Guadalupe. La calcomanía representaba a un jugador con el uniforme del equipo, pero su cabeza era el mundo, en donde se veía el continente americano. He conservado esa enorme alcancía por décadas enteras, tan solo por la calcomanía que Marito dejó pagada en ella.
Mi tía tuvo un nuevo bebé; Manolito, quien pasó a ser la adoración de mis tíos. Aun viendo que el nuevo crío estaba exageradamente mimado, nunca se me ocurrió pensar cómo viviría Marito esa situación. El tiempo pasó, mi madrina dejó de visitarnos y a lo lejos supimos que Marito, siendo ya un joven adolescente,  le daba muchos problemas a sus padres. Luego supimos por mi tía Gloria que no, que eso no era verdad, sino que realmente a Marito se le había metido el mismísimo diablo... la realidad es que Marito desaparecía de un lugar y aparecía en otro, y no por el diablo ni a magia alguna: mi primo adorado comenzó una vida errante, de casa de unos tíos a casa de unos amigos, y de casa en casa en ningún lugar parecía estar bien. Hasta que Marito definitivamente desapareció.
Fue entonces cuando yo comencé a sentir nostalgia por mi primo... debería tener unos 14 años. Comencé a indagar y nadie sabía nada. Y yo sentía que era imposible que Marito estuviera perdido por siempre sólo dios dónde. Y ¿vivo o muerto? Un par de meses después alguien finalmente me dio una pista: se había enrolado en el ejército. Decidí buscarlo y lo hice: tomé un camión al Campo Militar Número 1 e ingresé en él. Llevaba todas mis identificaciones y me había vestido lo menos atractiva posible, pues mis amigos me habían advertido sobre los peligros de ingresar al Campo Militar en esa época... apenas unos años después de 1968. Yo estaba consciente de ello y sabía que no sería fácil dar con él. Era buscar una lágrima en el mar. Y comencé a hacerlo: “Busco a un soldado que se llama Mario Fernández” le decía a cuanto soldado encontraba, mostrándoles una foto del niño sonriente. Muchos no sabían nada, se albureaban entre ellos, “ahí te hablan”… otros con amabilidad me decían no saber quién era. Fui de un lugar a otro. El Campo Militar número 1 era enorme, parecía toda una ciudad. Hasta que por fin un soldado me condujo a unos establos, y me dijo “ahístá”.
De entrada no comprendí nada. Ahí solo había un caballo café y un muchacho moreno muy delgado y sucio, lavándolo. Y entonces lo vi: era Marito. Sus mismos ojos, que nunca supe si eran verde claro o azul agua, no había duda: era Marito. Lo recuerdo perfecto: tenía en la mano un cepillo de cerdas de color claro. Es extraño que de un recuerdo tan fundamental, lo que quede grabado sea algo tan nimio como el color de las cerdas de un cepillo. Marito me vio y se acercó. El soldado que me llevaba le dijo “tienes visita” y a mí me ordenó entrar al comedor, seguida de él… "mi primo Mario disfrazado de soldado"... esa éra mi sensación. Pero no. Entré al comedor inmenso, oscuro, lúgubre. Las mesas y las bancas eran largas, enormes, de madera oscura. Me senté sola, pensando cómo se vería ese inmenso lugar ahora vacío, habitado por cientos de soldados. Marito entró y se sentó. Se quitó la gorra que llevaba puesta estrujándola entre sus manos, me miró y lo único que me dijo fue: “¡Prima!” Solo eso: ¡prima! Yo no sabía qué decir, estaba muda. Cuando pude articular una palabra, lo único que se me ocurrió decirle fue: te vine a buscar. “Si” dijo él. Era extraño, no sabíamos hablarnos como cuando éramos niños. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba Marito, mi primo adorado? Tras un prolongado silencio decidí hablarle al Marito que conocía, y lo único lógico para mi fue decirle: ¿Qué haces aquí?. "Pues nada" me dijo: "he estado mal, muy mal. Y pues aquí estoy menos mal". ¿Lavas caballos? Le pregunté. "Si, cuando me castigan..." sonrió: "Hoy estoy castigado." No pregunté porqué. Pero no era como cuando mi abuela nos castigaba a ambos por acabarnos todas las galletas de la despensa. Entonces era un regaño y a la media hora todo estaba olvidado. Aquí todo era duro, áspero, oscuro, y su cara parecía como marcada por un dolor de años. ¿Cuándo vienes a la casa? le dije. "Voy a ir pronto, prima. Me voy a portar bien, para que me dejen salir. Ya voy a ser bueno, prima, te lo prometo." Dejé el Campo Militar número 1 con una extraña sensación de enojo, dolor e inquietud. ¿Cómo serían sus noches? ¿No le daba miedo dormir ahí, como cuando éramos niños y temíamos a la oscuridad? ¿Platicaría quedito con alguien, como cuando de niños ambos dormíamos con mi abuela?
Marito debió de haber cumplido su promesa, porque un buen día llegó a casa. Luego comenzó a ir más seguido y a mi me daba casi tanto gusto como miedo. Ya no podíamos correr bajando las escaleras como potros desbocados, ya no podíamos jugar como antes... ¿qué hacer? Nos sentábamos en la biblioteca de la casa a escuchar canciones de un cantautor brasileño. Pero no era igual: yo me sentía bastante incómoda. Platicábamos a retazos. ¿Te acuerdas de esto? Si, me acuerdo... ja, ja, ja... Y silencio. Entonces Marito me decía: "Voy a ser mejor, prima, voy a reformarme, te lo prometo". Y yo: Si, tú vas a poder. Y silencio. Una vez el disco que puse tocó una canción erótica: decía algo así como “los botones de la blusa que tu usabas y que desorientada desabrochabas: eso es amor y amantes están y las ropas todas por el piso están, brazos que se abrazan, bocas que se besan, palabras de amor...” Entonces Mario lo hizo: me pidió permiso para darme un beso. Me quedé helada y dije si. Pero no me moví un ápice. Me quedé tiesa como una estatua. Él besó mi mejilla y yo sentí mucha vergüenza. No comprendía qué sentía: sabía que era mi amor por mi primo junto con el dolor de ver su vida deshecha, era comprender y sentir su deseo y no saber nada del mío: era más sencillo cuando éramos niños y jugábamos. Entonces Marito sacó de su bolsa un libro que se llamaba “La voluntad de poderío” y me dijo: toma, tú vas a saber usarlo mejor que yo. Es un libro de filosofía. Si algún día estudias eso, como dices que quieres, ta podrás acordar de mi". El autor era un tal Nietzsche, la portada decía "Ediciones EDAF", pero yo era muy chica para interesarme por un libro con un nombre tan raro escrito por un autor tan extraño.
Nunca más lo volví a ver. Cuando su padre vino a casa por última vez, yo tendría ya unos 16 años, y me dijo que a veces las primas somos amores imposibles. Me quedé turbada. No le contesté nada. Me dieron ganas de llorar, de golpearlo, de reclamarle la vida de Marito, de mi Marito, pero solo me quedé muda y me encerré en mi cuarto a llorar. Más tarde supe que Marito estaba en las Islas Marías... ¿Sería verdad? Ya Marito era un ser mitológico sobre el que todos sabían algo y nadie sabía nada. Nunca supe más de él.
Desde entonces cuando pienso en él, no puedo evitar hacerme la misma pregunta: ¿estará vivo o muerto? No lo se. Sólo en las tinieblas de mis recuerdos sigue pegada la boba calcomanía del América y los grandes ojos verdes de Marito siguen pareciéndome luminosos junto a su piel morena. Marito mi primo, Marito mi hermano, perdido por siempre sin que yo pueda hacer nada para volver a verlo jamas.
Ahora cuando enseño Nietzsche en la Facultad de Filosofía y Letras, les pido a mis alumnos que no compren ediciones EDAF, pues son muy malas traducciones. Les explico que La voluntad de poderío de EDAF realmente es la agrupación de una serie de fragmentos póstumos, en fin… pero yo mantengo en mi librero mi edición EDAF, con su cuestionable título: "La voluntad de poderío". Cuando lo veo en la estantería, siento que mi vida se parece a una balsa que avanza y conforme lo hace, va dejando atrás a tantos seres amados... y en ocasiones en sueños me atrevo a voltear la mirada hacia ellos, hacia donde creo haberlos perdido y grito sus nombres, esperando escuchar alguna respuesta que me indique que están bien, que están lejos de mi, pero que están bien...
De Marito casi siempre escucho su recuerdo, acaso su risa, su piel morena, su mirada del color del agua… y si tengo suerte, escucho su voz, que como viejo eco de su presencia, en mis noches a solas, se apaga.